Biblioteca José Vargas Gómez
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Biblioteca Municipal D. José Vargas Gómez.
Ayuntamiento de Abarán.
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facebook.com16 de octubre de 2017 #DíadelasEscritoras En el Día de las Escritoras nos proponemos una selección de autoras en cuyas obras ya se reflexionó sobre la necesidad del empoderamiento femenino, o lo intuyeron o bien trazaron la semblanza de mujeres fuertes que, sin embargo, vieron mermadas sus capacidades por culpa de un entorno hostil y machista. Empezando por Isabel de Villena, religiosa valenciana del siglo XV y autora de una prodigiosa Vida de Cristo donde se presta especial atención a las mujeres que lo rodearon, presentándolas de un modo muy distinto al que se nos ha transmitido, por ejemplo en la descripción que hace de María Magdalena: no es una prostituta, es una mujer noble, dueña de su fortuna y una magnífica anfitriona. Teresa de Jesús es pionera en su reflexión sobre la fortaleza interior que necesitan las mujeres (ella piensa en las carmelitas de sus conventos, pero la idea es aplicable a cualquier época) para enfrentarse al mundo, al tiempo que reprende la intromisión de los confesores en cosas que no les incumben y que además no entienden. Gertrudis Gómez de Avellaneda proyecta en Catalina, una de las protagonistas de su novela Dos mujeres, su modelo de perfección femenina, con el que la autora se identifica, pero se asegura de dibujar en Carlos al igual, al compañero que no tiene reparos en admirar su talento, liderando así la revolución sentimental que defendieron las escritoras románticas. Por su parte, Carolina Coronado, consciente del injusto olvido y desprestigio en que había caído la humanista Luisa Sigea la reivindicó en su novela La Sigea: en la conversación que esta mantiene con la princesa de Portugal la anima a seguir su propia senda: entregarse al estudio y permanecer soltera, aunque eso no sería posible para ninguna de las dos mujeres. La condesa Emilia Pardo Bazán creó en 1882 el personaje de Amparo, “la Tribuna”, una joven decidida y valiente que capitanea a las cigarreras de La Coruña en la defensa de unos mínimos derechos en la fábrica donde trabajan, mientras tiene un hijo de un “señorito” que se desentiende del compromiso adquirido con ella al comienzo de su relación. Y el poder de las mujeres en la cocina, sobre el que volverá para rebelarse la mexicana Rosario Castellanos en un cuento que habla de incomunicación y soledad, le sirve a Juana Manuela Gorriti para trazar con finísima ironía unas originales recetas que ella pidió a sus amigas, la mayoría escritoras, como la peruana Mercedes Cabello de Carbonera, y que son pequeñas y sutiles historias sobre la diplomacia femenina. De las muchas mujeres fuertes que ofrece la literatura de Víctor Català (o Caterina Albert) elegimos a la magnífica marquesa de Artigas, quien descubre el amor en su vejez lamentando que en su juventud se le amputara el impulso de alargar los brazos para querer a alguien y por tanto poder aprender del amor, amando. Al fin de su vida profesa un verdadero sentimiento amoroso y de agradecimiento hacia Gloria, su fiel sirvienta. Por su parte, la modernista uruguaya Juana de Ibarbourou rompía el lenguaje poético con una declaración desafiante incluso con el barquero de la muerte: “Caronte, yo seré un escándalo en tu barca”. Y lo fue. También Elena Fortún en los años veinte especularía sobre los nuevos modelos de mujer por los que luchaban ya mujeres de todo el mundo y siente fascinación por las chicas asexuadas que visten trajes masculinos y se mueven con libertad anunciando una nueva era. Por su parte, la escritora venezolana Teresa de la Parra construye en su figura de Mamá Blanca una poderosa voz femenina para evocar tras una celosía la morosa vida en la Colonia. Por los mismos años, María Etxabe daba una conferencia, hasta ahora inédita en castellano donde reflexionaba sobre la felicidad del hombre y dónde este podía y debía buscarla. La gran poeta Julia de Burgos fue una de las mujeres que forjó con su acción una manera diferente de ser mujer en la sociedad portorriqueña. En el poema que rescatamos, “Nada”, escribe filosóficamente sobre su perplejidad ante un tipo de sensibilidad masculina que busca el poder, pero no la vida y lo invita a brindar por la incertidumbre del ser y de la vida. Del mismo año data la publicación de un bellísimo soneto de Alfonsina Storni que rivaliza en creatividad con el de Burgos: he aquí a la poeta admitiendo el paso del tiempo, la pérdida de la belleza, de la juventud, del deseo, pero la vida no puede retirarle “la máquina de azules que suelta sus poleas en la frente”. No puede dejarla sin pensamiento. La novelista Dolores Medio desvela en su veraz historia de una maestra su vivencia del amor: de considerar a Máximo Sáenz un modelo de ser y saber asumirá con el tiempo su propia madurez siendo dolorosamente libre y dueña de su destino. Mercè Rodoreda crea el personaje de Teresa Goday Valldaura, una mujer fuerte, inteligente y sensual que pasa de joven pescadera en el mercado de la Boquería a ser el centro de gravedad de una gran casa burguesa, una casa que sin ella no sería nada; en su vejez, sin embargo, se pregunta por las sombras que han acompañado su éxito social. Elena Soriano por su parte reflexiona sobre la necesidad de conceder valor de verdad al discurso de las mujeres: si este fuera dicho por los hombres gozaría del crédito intelectual que en la España de los años 80 las escritoras todavía no tienen. La mexicana Elena Garro creía en la justicia poética de la palabra: solo ella tal vez podía salvar a los desposeídos de la tierra: mujeres indígenas que no se tienen más que a sí mismas y el dolor de sus vidas. Y Carmen Martín Gaite buscaba en la descripción de los lugares físicos un modo de introducir a los lectores y lectoras en los “paisajes del alma”. Begoña Caamaño a su vez recreará a la Penélope griega, la mujer que, amparada en la oscuridad de la noche, teje y desteje en su alcoba solitaria la tela que mantiene el orden en su ciudad. Por último, y en el año del centenario de su nacimiento, comprobamos cómo la voz poética de Gloria Fuertes no hace más que crecer y agigantarse exigiendo en sus versos que se cambien las reglas del juego de la vida, “que cambien los músicos / que cambie la letra”. B) Textos 1. Isabel de Villena (1430-1490) (…) Preïcant lo Senyor en Jerusalem, s’esdevengué que una gran senyora molt heretada, singular en bellea e gràcia sobre totes les dones de l’estat seu, franca de senyoria de pare e de mare, car ja eren morts, deixant a aquella grans riquees e abundància de béns, ab tot tingués un germà e una germana, ella era la principal senyora e major de tots, e veent-se així lliberta en la joventut sua, sens negun reprenedor, havent la propia voluntat per llei, seguía tots els apetits sensuals, no entenent sinó en delits e plaers de sa persona, en arreus i novitats, e res no li era difícil, puix tenia què despendre, car l’abundància de riquees en persona jove és gran ocasió de pecar, segons testifica Salamó. E aquesta senyora era gran festejadora e inventora de trajos. Tenia cort e estrado en casa sua on s’ajustaven totes les dones jóvens entenents en delits e plaers, e aquí es feien festes e convits tots els dies. E com en tals coses la fama de les dones no pot perseverar sancera, encara que les obres no sien males, les tals demostracions donen e sospita de mal e llicència als mals parlers de jutjar e condemnar la vida de tals persones, que més pensen en contentar la voluntat desordenada que no en conservar la fama. (…) Isabel de Villena, Vita Christi, Vicent J. Escartí (ed.), InstitucióAlfons el Magnànim 2011, pp. 258-259. 1.B. Isabel de Villena (1430-1490) [“Predicando el Señor en Jerusalén, ocurrió que una gran señora de buena casa, singular en belleza y gracia por encima de las demás mujeres de su estado, huérfana de padre y madre, pues ya habían muerto los dos, dejándole grandes riquezas y abundancia de bienes, aunque tenía un hermano y una hermana, ella era la principal señora y la mayor de los tres, y viéndose así, tan libre y tan joven, sin nadie que la reprendiera, disponiendo de su voluntad como única ley, seguía sus propios apetitos sensuales, no entendiendo sino de deleites y placeres, de adornos y novedades, y nada le era difícil, pues tenía de qué desprenderse. Sin embargo, la abundancia de riquezas en personas jóvenes es una gran ocasión de pecar, según asegura Salomón. Y esta señora era amiga de las fiestas e inventora de vestidos. Tenía corte y estrado en su casa donde acudían todas las jóvenes que compartían con ella deleites y placeres, y allí se daban fiestas y convites todos los días. Y como en tales casos la fama de las mujeres no puede perseverar entera, aunque las obras no sean malas, son demostraciones que dan qué hablar y sospechar a los murmuradores encargados de juzgar y condenar la vida de tales personas que antes piensan en dar contento a su voluntad desordenada que en conservar su fama.”] 2. Teresa de Jesús (1515-1582) (…) “¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo, y tratar negocios del mundo, y hacerse a la conversación del mundo, y ser en lo interior extrañas del mundo y estar como quien está en destierro, y, en fin, no ser mujeres sino ángeles? Si en lo interior no estáis fortalecidas en entender lo mucho que va en tenerlo todo debajo de los pies, por mucho que se quiera encubrir, se ha de dar señal. Así que no penséis es menester poco favor de Dios para esta gran batalla de la vida adonde nos meten, sino grandísimo (…) Ya, hijas, habéis visto la gran empresa que pretendemos ganar; ¿qué tales habremos de ser para que en los ojos de Dios y del mundo no nos tengan por muy atrevidas? Está claro que hemos menester trabajar mucho, y ayuda mucho tener altos pensamientos, para que altas sean las obras (…) Ya sabéis que la primera piedra ha de ser buena conciencia y con todas vuestras fuerzas seguir en lo más perfecto. Parecerá esto que cualquier confesor lo sabe, y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia que había leído y me hizo harto daño en cosas que me decía que no tenían importancia. Y sé que no pretendía engañarme, ni tenía para qué, sino que no sabía más, y con otros dos o tres confesores me acaeció lo mismo. Este tener verdadera luz para guardar la ley de Dios con perfección, es todo nuestro bien; sin este cimiento fuerte todo el edificio va en falso. Y si personas como las que he dicho no les dieren libertad para confesarse y tratar cosas de su alma, tómenla hermanas, sin confesión. Y atrévome a más, que aunque el confesor lo tenga todo, algunas veces hagan lo que digo. Porque puede ser que él se engañe y es bueno que no se engañen todas por él. Todo esto que digo corresponde a la prelada, y así le torno a pedir que pues aquí no se pretende otro consuelo que el del alma, procure en esto su consolación. Que hay diferentes caminos por donde lleva Dios y no por fuerza los sabrá todos un confesor. Y así pido por amor del Señor, al obispo que fuere, que deje a las hermanas esa libertad y que no se la quite, cuando las hermanas sean tales que tengan letras y la bondad que se requiere en un sitio tan chico como este.” (…) Teresa de Jesús, Camino de perfección, III, Aguilar, 1945, ed. de Luis Santullano, p. 285 y ss. 3. Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) (…) “Carlos, que se hallaba siempre presente en las lecturas y conversaciones de las dos amigas, admiraba cada día más el universal talento de Catalina, su vasta erudición. Como él, ella poseía también varios idiomas, podía valorar todo el mérito que encerraban aquellas bellas e improvisadas traducciones que solía hacer de los poetas extranjeros, sin dar a este trabajo difícil y arduo la menor importancia. No menos le encantaba oírla recitar los más bellos versos de los grandes poetas franceses y españoles con exquisita sensibilidad y comprensión, y cuando discutía con ella sobre el mérito de unos y otros, sorprendíase siempre de la rapidez de su análisis y de la justicia y exactitud de sus decisiones. Reunía la condesa a la ardiente y poética imaginación toda la sagacidad y finura. Analizaba como filósofo y como poeta, tenían sus pensamientos el vigor y la independencia de un hombre, y expresábalos con todo el encanto de la fantasía de una mujer, y aun con un poco de su amable versatilidad. Estaba, en fin, cada día más cautivado por la amenidad del trato de la condesa, y formaba un juicio más ventajoso de su corazón a medida que creía conocerla mejor. No salía apenas de casa de Elvira: levantábase temprano y esperaba con vivísima impaciencia a Catalina. Cada coche hacía palpitar su corazón, y cuando por fin se presentaba la condesa Carlos se admiraba de la alegría que su sola vista le causaba. Junto a ella hallábase ebrio en cierto modo. Junto a ella sólo podía admirarla, aplaudirla, gozar ávidamente de los momentos de dicha que su talento y su dulzura le proporcionaban, y felicitarse a sí mismo de poseer la amistad de una mujer tan distinguida y amable. Pero en el momento en que se marchaba Catalina se encontraba agitado y descontento. No podía pensar en ella sin una especie de dolorosa desconfianza, temía examinar aquella misma felicidad que gozaba junto a ella, y, aunque impaciente por volver a verla, sentía una especie de zozobra, que se aumentaba a medida que el momento en que debía llegar se aproximaba. Sin embargo, no se le había pasado por el pensamiento al esposo de Luisa la más leve sospecha de estar enamorado. El sentimiento que le inspiraba la condesa no era ni podía ser amor: así por lo menos lo creía Carlos (…) Por lo que hace a Catalina, sorprendíase muchas veces junto a él embebida en contemplar sus grandes ojos negros de mirada ardiente, y su frente tan noble como la del Adán de Milton. Cuando él hablaba ella contenía su respiración y le oía con un interés que no procuraba ocultar. Su talento y su timidez, y su orgullo, su ignorancia de la vida y del mundo, y su perfecto conocimiento de sus deberes, la natural bondad de su corazón y la severidad de sus principios. En fin, el encanto nunca agotado que ella encontraba en estudiar aquella alma activa y aquella cabeza meridional, todavía jóvenes y poderosas, siempre empero dominadas por una enérgica voluntad… Cada día se hallaba más preocupada, a cada momento pasado junto a él aumentaba la impresión vivísima y profunda que causaba en su corazón.” (…) Gertrudis Gómez de Avellaneda, Dos mujeres (1842-1843), vol. II, acto XII. 4. Carolina Coronado (1820-1911) (…) “Hay, princesa, una raza de mujeres fecundas de alma cuya producción es un canto, una oración, una poesía, un perfume como el de las flores que no dan semilla. No pidamos a estas mujeres amor para un esposo, porque solo darán un suspiro, una lágrima. Huirán. No les pidamos posteridad de criaturas, sino posteridad de ideas. A esta raza, mi señora, pertenecéis vos. El temor que os ha espantado siempre al enlazaros a un hombre es el instinto de conservación de vuestra espiritualidad. Vos, doña María, debéis volver al cielo sin haber tocado la tierra sino con la punta de vuestros pies. Dejad, señora, que los reyes se afanen por disponer vuestra suerte: vos moriréis virgen y cuando el vulgo de varones descreídos quiera disculpar sus desórdenes calumniando a nuestro sexo …“Mentís –dirá la Historia-. Si habéis olvidado a las mujeres del pueblo antiguo, bien podéis recordar a las del nuestro. Aquella es la tumba de una princesa sabia: allí yace Doña María. Cesó de hablar la Sigea, y aún conservaba la mano levantada en actitud de señalar a una tumba. Doña María estaba conmovida y absorta. -¡Gracias! –exclamó- gracias, amiga mía, me vuelves el valor y el entusiasmo con tus palabras. ¡Oh, plugiese al cielo que allí en el sitio donde tú señalas se abriese para mí una tumba esta misma noche! -Debilidad, señora – replicó la Sigea con energía- debilidad de mujer, indigna de la heroína a quien alabo, es la que os conduce a desear que se abra presto esa tumba. ¡Qué maravilla fuera subir al cielo con la bendita palma a los veinte años, doña María! ¿Creéis que ya están sufridos todos los combates, todos los infortunios, todas las injusticias de los hombres? ¿Creéis que a los veinte años estáis acrisolada solo porque os han desposado con media docena de príncipes a quienes no habéis conocido siquiera? ¿Por qué habéis presidido una academia de doctores? No, no. Os faltan, señora, las pasiones y las calumnias. Es preciso que améis a un hombre: y que este hombre por alguna razón no pueda ser vuestro; que luche vuestro espíritu con vuestro corazón; vuestros deseos con vuestro deber; que perdáis en la lucha vuestra salud y vuestra belleza; que tras largas horas de insomnios y de lágrimas ardientes triunféis de vos misma; y que después de este sacrificio, cuando vayáis a cantar el himno de victoria, os calumnien los hombres. -¡Ay! -exclamó Doña María estremeciéndose- ¡Yo nunca tendría fuerzas para sufrir tanto!. -Sí, señora, las tendréis.” (…) Carolina Coronado, La Sigea, Obras Completas, vol. I. Obras en prosa (I), ed. de Gregorio Torres Nebrera, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 1999, p.433. 5. Mercedes Cabello de Carbonera (1845-1909) “Con el encanto misterioso que según antiguas crónicas encierra esta sencilla confección dicen que Madame Scarron -después marquesa de Maintenon- curó a su marido de la embriaguez. El paralítico, para distraerse, en su inmovilidad, dio en beber y diariamente se embriagaba. Maldita la gracia que hacía a esto a una dama tan acicalada como ella. Pero qué hacer. Necesario era contemporizar con aquella naturaleza humana en el pobre infirme que a ratos se aburría. Más ¿para cuándo la astucia diplomática de la mujer ha servido sino para estos casos supremos? Madame Scarron sabía cuánto gustaba a su marido la sangría helada; y queriendo darse cuenta de que era bien servido la confeccionaba ella misma. De repente Scarron vio llegar, en una calurosa jornada de julio, la hora del mediodía sin la refrescante copa. La esposa llegó y se sentó a su lado, pero… con las manos vacías. Scarron la miró consternado, creyendo que algo de extraordinario había sucedido. Nada: su mujer tenía un aire plácido y serio. El paralítico se atrevió a más y preguntó por su refresco: -Ah, querido. Anoche en casa de Ninon oí una conversación entre dos científicos que fue providencial. Dicen que la combinación del vino con el agua, hielo, azúcar, limón, canela y nuez moscada, forma un todo tan extraño que al beberse se torna despótico y celoso de toda asimilación, destruyendo al recipiente que lo recibe. Pensad querido cuántos combates habían de comenzar a torturarlo, antes de su final destrucción, si yo no acudo a impedirlo. A partir de hoy destierro a ese enfadoso déspota que busca vuestro mal para dejar libre paso y tranquila residencia a otros amables huéspedes que vienen a alegraros. ¿Fue su propia experiencia o la de Monsieur de Laclos la que había enseñado a esta mojigata que el hombre es un espíritu de contradicción? ¡Quién sabe! Lo cierto es que excepto los dos vasos de vino del Rhin que bebía con las comidas, la sangría helada dejó de reinar en los dominios de Scarron. Pero por si os interesa, aquí va la receta. Se corta muy delgada la piel de seis limones maduros y se ponen en infusión por dos horas, con tres vasos de agua, trozos de buena canela y el azúcar suficiente para endulzar. Se cuela todo por un tamiz; se baten dos claras de huevo y se mezclan con un polvo de nuez moscada. Se vierte sobre todo esto una botella de buen vino tinto y se hiela. Yo, de ser madame Scarron, habría atenuado su rigor, y en invierno hubiera servido la sangría en la ponchera dándole en el fuego un hervor y, convertido en un exquisito ponche, sobre bandeja de plata y en copa de medio litro, la habría llevado a mi pobre paralítico para calentar sus enfriados huesos.” Mercedes Cabello de Carbonera para Cocina ecléctica de Juana Manuela Gorriti (1890), en La vida escrita por las mujeres, vol. La pluma como espada, Anna Caballé (ed.), Lumen, 2004. 6. Emilia Pardo Bazán (1851-1921) (…) “Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida, llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos. Para mostrar que ella no temía ni se fugaba, fue saliendo a pasos lentos y llegó al patio en ocasión que la guardia, aprovechándose de la ventaja fácilmente adquirida, expulsaba a las últimas revolucionarias, sin mostrar gran enojo. Por galantería, el soldado del fusil administró a Amparo un blando culatazo, diciéndole «Ea... afuera...». La Tribuna se volvió, mirole con regia dignidad ofendida, y sacando el pito, silbó al soldado. Después cruzó la puerta que se le cerró en las mismas espaldas con gran estrépito de gonces y cerrojos. Al verse fuera ya, miró asombrada en torno suyo y halló que una gran multitud rodeaba el edificio por todos lados. No sólo las que estaban dentro, sino otras muchas que habían ido llegando, formaban un cordón amenazador en torno de los viejos muros de la Granera. La Tribuna, viendo y oyendo que sus dispersas huestes se rehacían, comenzó a animarlas y a exhortarlas, a fin de que no sufriesen otra vez tan humillante derrota. Ya las que habían sido arrojadas por los soldados, al contacto de la resuelta muchedumbre, recobraron los ánimos decaídos, y enseñaban el puño a la muralla profiriendo invectivas. Hicieron ruidosa ovación a su capitana que empezó a recorrer las filas calentando a las que aún tenían recelo o no estaban dispuestas a gritar. Y eligiendo dos o tres de las más animosas, les mandó que arrancasen una de las desiguales y vacilantes piedras de la calzada, que se movían como dientes de viejo en sus alveolos, y, alzándola lo mejor posible, la condujesen ante la puerta que les acababan de cerrar en sus mismas narices. Brotó de entre los espectadores un clamoreo al ver ejecutar esta operación con tino y rapidez y oír retemblar las hojas de la puerta cuando la lápida cayó contra el quicio. -Hacen barricadas -exclamó una cigarrera que recordaba los tiempos de la Milicia Nacional. -Borricadas, borricadas -exclamaba una maestra-, nos va a costar caro todo este barullo. El propósito de las desempedradoras no era ciertamente hacer barricadas, sino otra cosa más sencilla: o bien echar abajo la puerta a puros cantazos, o bien elevar delante un montón de piedras por el cual se pudiese practicar el escalamiento. En su imprevisión estratégica olvidaban que del otro lado, al extremo del callejón del Sol, existía un portillo, un lado débil, sobre el cual debería cargar el empuje del ataque. No estaba la generala en jefe para tales cálculos: cegada por la rabia, Amparo no pensaba sino en atravesar otra vez la misma puerta por donde la habían expulsado -¡oh rubor!- cuatro soldados y un cabo. Así es que arrancada ya, casi con las uñas, la primer baldosa, se procedió a desencajar la segunda.” (…) Emilia Pardo Bazán, La Tribuna (1892), cap. XXXIV 7. Víctor Català [Caterina Albert] (1873-1966) (…) “Com s’és dit més amunt, la Marquesa s’estava en son lloc de costum darrera els vidres del balcó i guaitant distretament a fora. Per son cervell somogut passaven records vagatius d’altre temps, nuvolades enroentides pels raigs llunyans del sol post de la seva joventut: i son cor, llibert a la fi de les antigues prevencions que l’emmurallaven, sentia vivors caldes, rufagades de plenitud que li feien veure tot lo del món enterament distint de com ho veié fins aleshores. Ella, la senyora Marquesa d’Artigues, no se sentia ja la dona que s’havia pensat ésser sempre i aquell enrunament d’una personalitat creguda ferma i definitiva, en lloc de donar-li el dolor que li donaven totes les altres decepcions, de produir-li la minva de vida que totes li produïen, li portava un goig i una fortalesa d’ànima desconeguts. Lo que no s’havia pogut confessar mai, s´ho confessava ara a si mateixa sense falses ni ridícules vergonyes: la gran meravella que li havia negat sa joventut austera la hi concedia pròdigament la vellesa. Estimava! Estimava amplament, fortament. A qui? … Què li importava el qui? … A una criatura humana, a un altre ésser com ella. No era l’objecte de l’amor lo més punyidor, i interessant d’aquell miracle, sino l’amor mateix, aquella gran afecció calda i serena, aquell afecte viu que la lligava a quelcom vivent i la treia de la buida obaga, de l’isolament mústic en què fins aleshores havia viscut. Per què lo que lliga i conhorta no és pas lo que dels altres ve a nosaltres, sinó lo que de nosaltres va generosament als altres, lo que donem, no lo que ens donen… És clar que la Marquesa d’Artigues no ho pensava pas concretament, allò; mes ho sentia amb la força imperiosa d’una gran realitat, i de grat es deixava anar tota ella amb aquell sentiment sense aturar-se a meditar ni analitzar-lo; acontentant-se tan sols de sentir-se bressolar en ell per una mitja inconsciència venturosa.” (...) Víctor Català [Caterina Albert], “Carnestoltes” [Carnaval], en Caires vius (1907), Edicions 62 i “la Caixa”, 1982, p. 313. 7.B. Víctor Català [Caterina Albert] (1873-1966) [“Como se ha dicho más arriba, la Marquesa descansaba en su lugar de costumbre tras los cristales del balcón y mirando discretamente hacia fuera. Por su cerebro conmovido desfilaban vagos recuerdos de otro tiempo, nubosidades ruborizadas por los rayos lejanos del sol poniente de su juventud: y su corazón, liberto por fin de las antiguas prevenciones que lo amurallaban sentía emociones vívidas, ráfagas de plenitud que le hacían ver el mundo enteramente distinto a como lo vio hasta entonces. Ella, la señora Marquesa de Artigues no se sentía ya la mujer que había creído ser siempre y aquel desmoronamiento de una personalidad que hasta entonces se pensaba fuerte y definitiva, en lugar de causarle el dolor que le causaban otras muchas decepciones, de menguar su vida, como sí se la menguaban todas las demás, le proporcionaba un goce y una fortaleza de alma desconocidos. Lo que no se había podido confesar nunca a sí misma se lo confesaba ahora sin falsas ni ridículas vergüenzas: la gran maravilla que se le había negado en su juventud austera se la concedía generosamente la vejez. ¡Amaba! Amaba ampliamente, intensamente. ¿A quién? … ¿Qué le importaba a quién? A una criatura humana, a otro ser como ella. No era el objeto de su amor lo más incisivo e interesante de aquel milagro, sino el amor mismo, aquel inmenso afecto cálido y sereno, aquel afecto vivo que la ligaba a algo vivo y la sacaba del vacío sombrío, del triste aislamiento en que hasta entonces había vivido. Porque lo que ata y conforta no es aquello que de los otros viene a nosotros, sino lo que de nosotros va generosamente a los otros, lo que damos, no lo que nos dan… Claro que la Marquesa de Artigues no pensaba así tan concretamente; pero lo sentía con una fuerza imperiosa de una gran realidad y de buen grado se abandonaba a aquel sentimiento sin detenerse a meditar ni analizarlo; contentábase con sentirse mecida en él por una semiconciencia venturosa.”] Víctor Català [Caterina Albert], “Carnestoltes” [Carnaval], en Caires vius (1907), Edicions 62 i “la Caixa”, 1982, p. 313. Traducción del original por Anna Caballé. 8. Elena Fortún (1886-1952) (…) “De pronto dejé de ver todo lo que me rodeaba para mirar la escalera de mármol por donde descendían dos muchachas… ¡Dios mío, qué muchachas! Una era morena, llevaba el pelo cortado como un hombre, pero sus ojos eran grandes y aterciopelados y los labios muy rojos. Su traje era de lo más original: chaqueta gris con solapas como la de cualquier hombre, camisa de seda, corbata y falda corta y ajustada… Algo insólito en los primeros años de este siglo. La otra joven era rubia y su vestido de terciopelo azul era precioso. Cruzaron el comedor saludando dos o tres veces a las gentes que comían, y vinieron a sentarse en la mesa que estaba frente a mí. En aquella mesa nos habíamos querido sentar y el camarero nos dijo que estaba reservada. Era la de ellas, tenía dos cubiertos y una botella de agua mineral. Un perfume delicado nos envolvió. Yo lo aspiré emocionada sintiéndome como en una nube… Desdoblaron las servilletas, pasaron sus miradas distraídas sobre nosotros, luego miraron a otro lado, y después se miraron entre ellas y sonrieron, hablando tan bajo que el timbre de su voz no llegaba a mí. Por debajo de la mesa veía sus pies. Los de la rubia calzados con primorosos zapatos de tacón alto. ¡Qué maravilla! Los de la morena eran planos, pequeños fuertes como los de un hombre… ¡Oh, pero no como los de mi padre o mis hermanos! Las piernas de la morena quedaban cubiertas por unas medias de seda gris… -Mira papá, mira con disimulo detrás de ti… Un chico con los labios pintados. ¿Tú ves eso? Papá miró, y también mi madre: -¡Qué cosas! dijo mamá. Yo sentía una ofensa personal en aquellas miradas de mi familia, y sobre todo en las palabras que usaban. Las dos jóvenes eran algo mío: yo las había visto primero, sabía que eran dos señoritas, las admiraba, las adoraba, desde su perfume hasta las puntas divinas de sus dedos. Acabaron de comer mucho más pronto que nosotros, y la morena sacó una pitillera del bolsillo de la chaqueta, ofreció a la otra y encendió una cerilla… ¡Fumaban! Fumaban, hablaban y bebían el café a sorbos. Todo en ellas era delicioso, encantador, distinto. Como si fueran de otro mundo. Seguro que sus blancas manos jamás habrían cogido una escoba como la que ponía en mis manos Casiana, la brutísima criada que amamantó a mi hermano Juan, para que barriera mi cuarto. No, sus blancas manos solo se ocuparían en sostener un libro o el cigarrillo. Papá y mamá hablaron bajo, las miraban disimuladamente y cuando el camarero vino con los postres, papá le hizo un gesto de acercarse. -¿Quiénes son esos? Parece mentira que en un sitio como este consientan ustedes… -Es gente distinguida, señor, y de mucho dinero… -Sí, sí, pero ese chico que lleva los labios pintados y medias de mujer… -Es una mujer, señor… Creo que es escritora y es americana… La otra es su secretaria. -¡Por Dios, qué indecencia!, dijo mi madre. Ellas se levantaron enseguida, cruzaron el comedor sonrientes, volvieron a saludar. Se detuvieron un momento en la mesa de la señora de pelo blanco y los dos muchachos, que se levantaron para hablar con ellas. Rieron los cuatro, comentando algo, y luego se separaron estrechándose las manos… Subieron por la escalera de mármol que debía acabar en ese mundo maravilloso que yo no podía ver y que tal vez no vería nunca.” (…) Elena Fortún, Oculto sendero, Renacimiento, 2016, pp. 80 - 85. 9. Teresa de la Parra (1889-1936) (…) “Mamá Blanca, quien me legó al morir suaves recuerdos y unos quinientos pliegos de papel de hilo surcados por su fina y temblorosa letra inglesa, no tenía el menor parentesco conmigo. Escritos hacia el final de su vida, aquellos pliegos, que conservo con ternura, tienen la santa sencillez monótona que preside las horas en la existencia doméstica, y al igual de un libro rústico y voluminoso, se hallan unidos por el lomo con un estrecho cordón de seda, cuyo color, tanto el tiempo como el roce de mis manos sobre las huellas de las manos ausentes, han desteñido ya. A falta de todo parentesco uníanme estrechamente a Mamá Blanca misteriosas afinidades espirituales, aquéllas que en el comercio de las almas tejen la trama más o menos duradera de la simpatía, la amistad o el amor, que son distintos grados dentro del mismo placer supremo de comprenderse. Su nombre, Mamá Blanca, era, en el fervor de mis labios extraños, la expresión que mejor convenía a su vejez generosa y sonriente. Se lo había dado al romper a hablar el mayor de sus nietos. Como los niños y el pueblo, por su ignorancia o desdén de las abstracciones, poseen la ciencia de acordar las cosas con la vida, saben animar de sentido las palabras y son los únicos capaces de reformar el idioma, el nombre que describía a un tiempo la blancura del cabello y la indulgencia del alma fue cundiendo en derredor con tal naturalidad que Mamá Blanca acabaron diciendo personas de toda edad, sexo y condición, pues que no era nada extraño el que al llegar a la puerta, una pobre con su cesta de mendrugos, o un vendedor ambulante con su caja de quincalla, luego de llamar: toc, toc, y de anunciar, asomando al patio la cabeza: «¡Gente de paz!» preguntasen familiarmente a la vieja sirvienta que llegaba a atender, si se podía hablar un momento con la señora Mamá Blanca. Aquella puerta, que casi siempre entornada, parecía sonreír a la calle desde el fondo del zaguán, fue un constante reflejo de su trato hospitalario, una muestra natural de su amor a los humildes, un amable vestigio de la edad fraternal sin timbres ni llave inglesa y fue también la causa o circunstancia de donde arrancó nuestro mutuo, gran afecto. Conocí a Mamá Blanca mucho tiempo antes de su muerte, cuando ella no tenía aún setenta años ni yo doce. Trabamos amistad, como ocurre en los cuentos, preguntándonos los nombres desde lejos, amortiguadas las voces por el rumor del agua que cantaba y se reía al caer sobre el follaje, iba yo jugueteando por el barrio y de pronto, como se me viniese a la idea curiosear en una casa silenciosa y vieja, penetré en el zaguán, empujé la puerta tosca de aldabón y barrotes de madera, pasé la cabeza por entre las dos hojas y me di a contemplar los cuadros, las mecedoras, los objetos y en el centro del patio un corro de macetas, con helechos y novios, que subidos al brocal de la pila se estremecían de contento azotados por la lluvia de un humilde surtidor de hierro.” (…) Teresa de la Parra, Las Memorias de Mamá Blanca (1920), Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, 2004, (comienzo). 10. Juana Ibarbourou (1892-1979) Rebelde Caronte: yo seré un escándalo en tu barca. Mientras las otras sombras recen, giman o lloren, y bajo tus miradas de siniestro patriarca las tímidas y tristes, en bajo acento, oren. Yo iré como una alondra cantando por el río y llevaré a tu barca mi perfume salvaje, e irradiaré en las ondas del arroyo sombrío como una azul linterna que alumbrara en el viaje. Por más que tú no quieras, por más guiños siniestros que me hagan tus dos ojos, en el terror maestros, Caronte, yo en tu barca seré como un escándalo. Y extenuada de sombra, de valor y de frío, cuando quieras dejarme a la orilla del río me bajarán tus brazos cual conquista de vándalo. Juana de Ibarbourou, Rebelde, en Las lenguas de diamante (1919) 11. Alfonsina Storni (1892-1938) La sirena Llévate el torbellino de las horas y el cobalto del cielo y el ropaje de mi árbol de septiembre y la mirada del que abría soles en el pecho. Apágame las rosas de la cara y espántame la risa de los labios y mezquíname el pan entre los dientes, vida; y el ramo de mis versos, niega. Más déjame la máquina de azules que suelta sus poleas en la frente y un pensamiento vivo entre las ruinas; lo haré alentar como sirena en campo de mutilados y las rotas nubes por él se harán al cielo, vela en alto. Alfonsina Storni, La sirena, en Mascarilla y trébol (1938), Antología poética, ed. de Susana Zanetti, Losada, 1980, p. 192. 12. María Etxabe (1903-1993) (…) “Emakumeak argalak gerala ¡zenbat aldiz entzuten degu! Bai ba... gizonak, indar eta jakin-duriz beteak bai-daudez ... Eta ... gizon indartsu eta jakintsu oiek ¿nondik sortuak ditugu...? Ez ote-dira gogoratzen berak ere badutela edo izan dutela ama bat? Eta aita danak edo izango dana ez ote da gogoratzen bere semetxoak ere ama bat bear dula izan? Arrigarria da askoren jarduna gai onentzat eta ¡tamala benetan! Aita batzuen naigabea, semea nai eta alaba joitzen ba-zaie. Emakumearen lanak ez dira beñere ezer. Goizetik arratsera gelditugabe lanean, guretzak ez da zortzi ordurik, ala ere guk egiten deguna, ez da ezer. Goiza joaten zaigu, bat da la eta bestea da la, gosaria da la eta bazkaria da-la: Arratsaldea berriz, beren alkondara eta prakazarrak konpontzen eta galtzerdietako zuloak betetzen; gero, etxera datozanerako, apariya pronto-pronto. ¡Kontuz bestela! Orra egun guziko gure lanak. Atzo konpondutako kaltzerdiak, gaur orpotik patatak agirian: bazkari eta aparia, bapo daramate sabelian, atzo bezela gaur, gaur bezela bihar; orela urteko egunak guretzako izaten dira. Gizonak, etxe bat egiten ba-dute, urten etorri eta urte jun an dago ura tente-tente; sortzi ordu bakarrik jardun eta, guzia egin dutela uste. (...) Zertatik datoz gizon eta emakume arteko ez-bear oek guziak? Ez dalako artzen bear añako ardurakin emakumea. ¡Ama! ¡Ona emen zorionaren iturria gizonentzat.” (…) Maria Etxabe, Non du gioznak zorionaren iturria? Texto de una conferencia que la autora (Zarautz, 1903-1993) dio en Donostia invitada por la revista vasca EUSKAL ESNALEAK, el día 27 de abril del año 1929. Publicado por OLERTI ETXEA, Zarautz, 2002. Traducción de Josune Muñoz. 12.B. María Etxabe (1903-1993) (…) “Que las mujeres somos débiles… ¡Cuántas veces lo escuchamos! Sí, y que los hombres están llenos de fuerza y conocimiento… y… esos hombres fuertes y sabios ¿dónde fueron creados? ¿no se acuerdan que ellos también tienen o tuvieron una madre? Y el que es o será padre ¿acaso no recuerda que su criatura necesita tener una madre? Es asombroso cómo se ocupan algunos de la maternidad y ¡verdaderamente triste! el disgusto de algunos padres si deseando un hijo les nace una hija. Las tareas de la mujer carecen de valor. De la mañana a la noche trabajando sin parar. Para nosotras no hay jornada de ocho horas, y aun así, no hacemos nada, nuestro trabajo no es nada. Se nos va la mañana, por una cosa u otra, la compra, el desayuno, la comida. Se nos va la tarde arreglando sus camisas, sus viejos pantalones o remendando sus calcetines. Luego, para cuando los hombres llegan a casa, rápido, la cena ¡cuidado si no! He aquí nuestros trabajos de cada día. Los calcetines ayer remendados hoy dejan ver los dedos, la comida y la cena. la llevan en su tripa llena. Ayer como hoy, hoy como mañana, así los días del año suelen ser para nosotras. Si los hombres hacen una casa se pasa un año y allí, en pie, está la casa. Tan sólo trabajan ocho horas pero creen que esas son las que cuentan. ¿De dónde vienen todos estos infortunios entre hombres y mujeres? De que no se tiene en cuenta a la madre en la medida que sería necesario. ¡La madre! ¡He aquí la fuente de la felicidad de los hombres! (…) Maria Etxabe, “¿Dónde tiene el hombre la fuente de su felicidad?” Texto de una conferencia que la autora (Zarautz, 1903-1993) dio en Donostia invitada por la revista vasca EUSKAL ESNALEAK, el día 27 de abril del año 1929. Publicado por OLERTI ETXEA, Zarautz, 2002. Traducción de Josune Muñoz. 13. Mercè Rodoreda (1909-1983) (…) “Asseguda a la seva butaca vermella i or, mirà a fora. Immòbil, escoltava alguna cosa que el jardí estava a punt de dir-li en un moment com aquell, que potser havia estat a punt de dir-li des de sempre, des del primer dia… Un secret custodiat per l’aire que naixia d’alguna soca clivellada i, vencent flors i fulles de castanyer, s’anava acostant tenaç a la seva misèria. Alcà els ulls: tenia l’Armanda al costat amb la safata de l’esmorzar. “Mentre vostè dormia, ha vingut en Masdéu amb una corbata vermella i un braçal negre. Ha vingut a dir que el seu pare havia mort...” La senyora Teresa agafà un bocí de pa, l’untà amb mantega, remugà unes quantes paraules que l’Armanda no entengué i, abans de ficar-se el bocí de pa a la boca, sospirà. L’Armanda la mirava menjar amb les mans a les butxaques del davantal. “M’ha explicat que havien declarat la república. Que s’havia posat la corbata vermella per celebrar-ho encara que estigués molt trist.” La senyora Teresa es ficà un altre bocí de pa a la boca, begué un parell de glops de xocolata i s’eixugà els llavis. Deixà el tovalló a la safata i, amb una mirada fonda, digué: “Estar com estic, encara que no em queixi mai, és més trist del que sembla.” Es quedà molt quieta. “¿Ho sap, oi, que jo de jove havia venut peix? ¿I que em vaig enamorar d’un home que no sabia que fos casat?. Tot d’una digué a l’Armanda que ja es podia endur la safata. El jardí tenia un verd lluent. Cada fulla formava part del gran exèrcit que les pluges de la tardor farien morir. Es mirà les ungles: bombades. La traurien d’aquella casa en una caixa de fusta triada. S’hi podriria com les fulles. Li vingueren ganes de plorar. L’Armanda, amb la safata a les mans, no sabia anar-se’n. I amb una veu escanyada, gairebé de nena, preguntà: “Digui’m la veritat, Armanda, vosté que em coneix d’anys: sóc dolenta?” [Teresa Goday de Valldaura]. (...) Mercè Rodoreda, “Un matí”, Miralltrencat (1974), Club Editor Jove, pp. 217-218. 13.B. Mercè Rodoreda (1909-1983) “Sentada en la butaca de color rojo y oro, miró hacia fuera. Inmóvil, escuchaba algo que el jardín estaba a punto de decirle en un momento como aquel, que quizá había estado a punto de decirle desde siempre, desde el primer día… un secreto custodiado por la brisa que nacía de algún tronco resquebrajado y, venciendo flores y hojas de castaño, se iba acercando tenaz a su miseria. Levantó la mirada: Armanda estaba a su lado con la bandeja del desayuno. “Mientras usted dormía, ha venido Masdéu con una corbata roja y un brazal negro. Ha venido a decir que su padre había muerto…” La señora Teresa cogió un pedazo de pan, lo untó con mantequilla, murmuró unas palabras que Armanda no entendió y, antes de meterse el pedazo de pan en la boca, suspiró. Armanda la miraba comer con las manos en los bolsillos del delantal. “Me ha contado que habían declarado la república. Que se había puesto la corbata roja para celebrarlo aunque estuviese muy triste”. La señora Teresa se metió otro pedazo de pan en la boca, bebió un par de sorbos de chocolate y se secó los labios. Dejó la servilleta en la bandeja y, con una mirada profunda dijo: “Estar como estoy yo, aunque no me queje nunca, es más triste de lo que parece”. Se quedó muy quieta. “Supongo que usted sabe que de joven yo vendía pescado. Y que me enamoré de un hombre sin saber que estaba casado. A las chicas jóvenes les ponen toda clase de trampas…”. De pronto dijo a Armanda que podía llevarse la bandeja. El jardín tenía un color verde brillante. Cada hoja formaba parte del gran ejército que las lluvias de otoño harían morir. Se miró las uñas: abombadas. La sacarían de aquella casa en un ataúd de la mejor madera. Se pudriría dentro como las hojas. Le dieron ganas de llorar. Armanda, con la bandeja en las manos seguía allí. Y con una voz ahogada, casi de niña, peguntó: “Dígame la verdad, Armanda, usted que me conoce desde hace años: ¿soy mala?” [Teresa Goday de Valladura]. Mercè Rodoreda “Una mañana”, Espejo roto (1986) Seix Barral, pp. 277-278. Traducción del catalán por Pere Gimgferrer. 14. Dolores Medio (1911-1996) (…) “Cuando Irene Gal se encuentra ante un grupo de cincuenta y seis muchachos y muchachas de todas las edades, que la miran con curiosidad, siente deseos de llorar. Para tranquilizarse le bastaría observar que, de los cincuenta y seis muchachos que la miran -a los que ella atribuye curiosidad e impaciencia como recordando sus tiempos de estudiante y midiéndoles por su rasero- solo tres o cuatro esperan que les diga algo, que les trace un plan de trabajo, en fin, que les ordene ponerse a la tarea. Los demás la miran con mirada estúpida e inconsciente, solo porque es la maestra, porque está aquí sobre la plataforma, porque las clases han empezado y los padres les han obligado a asistir a ellas, porque el Alcalde ha puesto un bando en el Ayuntamiento hablando de multas y de sanciones a los padres que olviden esta obligación… Bien, por esto y solo por esto están en la escuela, por esto la miran. En cuanto a ella… Irene Gal mira desconcertada a los muchachos. Sí, ella es la maestra. Ya lo sabe. Ella va a dirigir en adelante su educación. Pero el caso es que ese adelante empieza en este momento. El momento ha llegado e Irene Gal no sabe cómo empezar. Muchas veces en la época de sus estudios y más tarde, cuando se preparaba para ejercer su profesión, había pensado en este momento. En el gran momento esperado con ilusión. Había preparado planes, hecho proyectos… Todo, naturalmente, un poco en el aire, sin saber dónde ni cuándo iban a realizarse. Sin conocer el material que iba a confiársele. Pero todo llega y ahora, al enfrentarse con la realidad, como si la tomara por sorpresa, sus fuerzas se paralizan, sus energías desaparecen, se le olvidan sus proyectos, no se le ocurre ni lo más elemental. (-Como si…eso, como si una mano con una esponja húmeda hubiera borrado de una pizarra todo lo escrito sobre ella.) La comparación es exacta. También siente la sensación angustiosa de quien se ha pasado meses, quizá años, hinchando un globo y este se le deshinchara de repente. Irene Gal está desinflada, impotente para la acción ahora que necesita toda su energía para empezar su tarea. Piensa sólo en Máximo Sáenz, en la intimidad que la convivencia durante el verano estableció entre ellos. Recuerda su despedida en la Estación del Norte cuando él le dijo: “No estaremos mucho tiempo separados, Irene. Irás a Madrid. Prepara tu ingreso en la facultad. Conseguiré para ti una beca. En el peor de los casos, nadie puede negarte una sustitución para ampliar estudios. Pronto nos reuniremos.” Y después, ya en el tren, al abrazarla: “No sabría prescindir de mi Tortuguita.” Irene Gal siente deseos de llorar al recordar la escena. Ella, fuerte, acostumbrada desde niña a resolver sola sus problemas se había confiado a Máximo Sáenz, se había entregado por completo a él, había hecho de su amor, de su amistad, una almohada sobre la que podía dormir tranquila. La realidad la despertó al entregarle su título de maestra de La Estrada, obligándola a ocupar su puesto. No se puede trabajar años y años para echarlo todo a rodar por una impaciencia.” (…) Dolores Medio, Diario de una maestra, Destino, 1961, (comienzo). 15. Julia de Burgos (1914-1953) Nada Como la vida es nada en tu filosofía, brindemos por el cierto no ser de nuestros cuerpos. Brindemos por la nada de tus sensuales labios que son ceros sensuales en tus azules besos; como todo lo azul, quimérica mentira de los blancos océanos y de los blancos cielos. Brindemos por la nada del material reclamo que se hunde y se levanta en tu carnal deseo; como todo lo carne, relámpago, chispazo, en la verdad mentira sin fin del Universo. brindemos por la nada, bien nada de tu alma, que corre su mentira en un potro sin freno; como todo lo nada, bien nada, ni siquiera se asoma de repente en un breve destello. Brindemos por nosotros, por ellos, por ningunos; por esta siempre nada de nuestros nunca cuerpos; por todos, por lo menos; por tantos y tan nada; por esas sombras huecas de vivos que son muertos. Si del no ser venimos y hacia el no ser marchamos, nada entre nada y nada, cero entre cero y cero, y si entre nada y nada no puede existir nada, brindemos por el bello no ser de nuestros cuerpos. Julia de Burgos, Nada, en Poema en veinte surcos (San Juan, 1938). Reeditado en Yo misma fui mi ruta, ed. de María M. Solá, Huracán, 1986, p. 72. 16. Elena Soriano (1917-1996) (…) “En este país ante un posible valor femenino de la ciencia, las artes, las letras, la política, casi nunca se observa una predisposición favorable: la apertura franca, la confianza plena y en modo alguno el reconocimiento fervoroso, cuando todo ello se considera tan normal ante valores masculinos más o menos legítimos y demostrables. Indudablemente, hay una resistencia psicológica de la mentalidad colectiva a toda autoridad femenina, por un atavismo de viejísimas raíces que condiciona los juicios estimativos sobre la personalidad de toda mujer que destaca, provocando una desdichada lamentación: ¡Si fuera un hombre! En efecto, si muchas mujeres fueran hombres serían incorporadas de otro modo a la historia por los hombres que la escriben. En suma, las mujeres no hemos conquistado todavía el crédito intelectual pero… si hubiéramos tenido el apoyo sincero y efectivo que ha merecido la vocación cuando es masculina no seríamos las extranjeras que todavía somos al conocimiento. De algún modo, llegará el día en que la mente del hombre se abra al pensamiento de la mujer y entonces la patria será más amplia. (…) Elena Soriano, “La conquista más difícil”, Femirama, Buenos Aires, 1976; incluido en Literatura y vida, Anthropos, 1993, vol. II, p. 250. 17. Gloria Fuertes (1917-1996) En el tute de esta vida “En el tute de esta vida yo ya canté “los cuarenta” y hasta canté “los sesenta” -que me canten los cantantes por su cuenta. En el juego de la vida yo me aposté ser poeta -que me canten los cantantes por su cuenta. En el juego del amor yo perdí hasta la chaqueta -que me canten los cantantes por su cuenta. Yo estoy con el pueblo llano que su sudor pone en venta -que le canten los cantantes por su cuenta. Los cantantes, que cambien el ritmo que cambien la letra, que recordar no es volver a vivir que recordar es volver a morir. Que cambie el cantante que cambie la orquesta. Que canten al beso que canten la risa que cambien la letra”. Gloria Fuertes, Mujer de verso en pecho (1995), p.132 18. Elena Garro (1920-1998) (…) “Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre, señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quien nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca en la iglesia del pueblo y los domingos cuando vienen desde México la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros los descalzos mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo. “mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi difuntito asesinado,, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre”… Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y Severina había ido a “El Capricho”. ¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto? Miré el cielo y vi cómo las estrellas iban a la carrera. Bajé los ojos y me hallé con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar. -Aquí tiene su refresco –me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha. Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada y que el anillo no lo llevaba. -¿Dónde está tu anillo, hija? -Acuéstese, mamá. Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días.” (…) Elena Garro, “El anillo”, en La culpa es de los tlaxcaltecas, Grijalbo, 1987. 19. Rosario Castellanos (1925-1974) (…) “Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa (…) ¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta, sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío. Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige, los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que sufre alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses en las camisas, en los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de todos los convalecientes. ¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador “que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue”, dice la receta. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro. Y yo, yo soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y a ti te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náuseas. (…) Rosario Castellanos, “Lección de cocina” en Álbum de familia, Joaquín Mortiz, 1971. 20. Carmen Martín Gaite (1925-2000) (…) “Casi todas las tardes, a la caída del sol, la señora de la Quinta Blanca salía a dar un paseo hasta el faro. Nunca la acompañaba nadie. Caminaba erguida, con paso lento y armonioso, como abstraída en sus cavilaciones, y solamente al cruzar por la pequeña aldea que queda a mitad de camino entre la Quinta y el faro, apartaba de vez en cuando los ojos de aquel punto remoto de las nubes donde parecían tener su norte, para dirigirlos brevemente hacia alguna de las personas que clavaban en ella la mirada y para responder a su saludo con una sonrisa fugaz y distante. Aquellas apariciones, aun sin llegar a perder nunca cierto cariz ritual y extraordinario, también vinieron a inscribirse poco a poco en el ámbito de esos fenómenos meteorológicos o ceremonias que van pautando el fluir de la vida en cualquier comunidad rural, desde el alba al ocaso, y suministran el hilo con que se van tejiendo las pláticas cotidianas. Así, cuando no pasaba la señora, los vecinos de la aldea se quedaban un poco en blanco. Su ausencia siempre la detectaba alguien y proyectaba como una sombra inquietante sobre el final de las tareas agrícolas, las cenas frugales, el regreso de las bestias al establo y la animación de la taberna emplazada junto al primer repecho de la cuesta que lleva al faro abandonado. Esta taberna era al mismo tiempo tienda de embutidos, herramientas, loza, velas y tabaco, así que detrás del mostrador de madera donde se despachaban estos artículos también se preparaba el café, se partía el queso y se servían las bebidas que consumían los clientes habituales, numerosos al anochecer. Algunos preferían quedarse de pie bebiendo junto al mostrador, a ratos silenciosos y a ratos conversando entre sí, con la tabernera o con las mujeres que entraban a comprar o bien a buscar al marido para que volviera a casa. (…) Carmen Martín Gaite, La reina de las nieves (1994), (comienzo). 21. Begoña Caamaño (1964-2014) “Trabalhava com persistencia desfazendo um dos nós feito no tear na última jornada. Ela tinha pressa. O malva que tingia o céu anunciava a alborada e o início de um novo dia de mentiras e fugas. Absorvida pelo trabalho de destruiçao do tecido criado, paradoxalmente -pensou- no trabalho de criaçao da sua liberdade, percebeu apenas as vozes que chegavam da Praia e que tinham uma intensidade diferente. Serao os primeiros barcos de pescadores que regressam a terra, pensou consigo mesma, o mar debe ter sido propício nesta madrugada e as suas familias os recebem com alegría. O agito foi crescendo e se aproximando dos muros da casa. Ainda que a pesca tivesse sido muito boa, o agito era excessivo. Tao excessivo como tambem incomprensível era essa proximidades da morada regia. Só um fato excepcional podía justificar aquele estranho comportamento. Ulisses! -pensou de repente a rainha- e o pensamento lhe apertou o coraçao. Deixou o trabalho e se aproximou à janela do quarto que estaba voltada para o mar. Eram os pescadores, os que avançavam na frente do que já parecía ter se convertido em uma procissao. Mas junto a eles marchavam também os agricultores e os pastores que forma se somando a espontanea manifestacao, arrastados, sem dúvida, pela alegría contagiante de quem se sentía portador das boas noticias tao longamente aguardadas na ilha. Ulisses, o nome de novo bateu com força na sua cabeça enquanto examinava as águas azuis do Jonico na procura de algum indicio que pudesse corroborar o retorno do senhor de Ítaca. -Senhora – a voz emocionada de Euriclea a fez voltar de sua abstraçao. A fiel escrava de Laertes, a babá de Ulisses e agora também do seu filho Telemaco, tinha entrado no quarto sufocada pela emoçao.-. Senhora -repetiu-, os pescadores afirmam ser portadores de estranhas novidades que tao somente a senhora competem e que tao somente a senhora transmitirao. A mina sehora Anticleia lhe roga que desça depressa para os receber e para podermos finalmente saber se o que tem a lhe dizer e aquilo que desejamos ouvir. Penélope fez um leve assentimento a serva. Os seus olhos percorreram vagarosamente o quarto em que tantas horas tinha passado voluntariamente recusa desde a partida do senhor das terras. (…) Begoña Caamaño, Circe ou o prazer do azul (2009) 21.B Begoña Caamaño (1964-2014) “Se afanaba en deshacer uno de los nudos trenzados en el telar durante la última jornada. Tenía prisa. El malva que teñía el cielo anunciaba el albor y el inicio de un nuevo día de mentiras y de huidas. Absorta en la labor de destrucción de lo creado, paradójicamente –pensó– en la labor de creación de su libertad, apenas advirtió las voces que llegaban desde la playa y que tenían una intensidad desacostumbrada. Serán los primeros barcos de pescadores que regresan a tierra, dijo para sí, el mar ha debido serles propicio esta madrugada y sus familias los reciben con alegría. El bullicio fue creciendo y acercándose hasta los muros de la casa. Por muy buena que fuese la pesca, el alboroto era excesivo. Tan excesivo como incomprensible era también su proximidad a la morada regia. Sólo un suceso excepcional podía justificar aquel extraño comportamiento. ¡Ulises! – pensó de repente la reina – y el pensamiento se le aferró al corazón. Dejó el trabajo y se aproximó a la ventana de la estancia que miraba al mar. Eran, sí, los pescadores, los que avanzaban a la cabeza de lo que ya parecía haberse convertido en una marcha procesional. Pero con ellos marchaban también los campesinos y los pastores que se habían ido sumando a la espontánea manifestación, arrastrados, sin duda, por la alegría contagiosa de quien se sentía portador de las buenas noticias tan largamente aguardadas en la isla. Ulises, el nombre volvió a golpear con fuerza en su cabeza mientras escudriñaba las azules aguas del Jónico en busca de algún indicio que pudiese corroborar el retorno del señor de Ítaca. –Señora – la voz emocionada de Euriclea la hizo volverse. La fiel esclava de Laertes, la nodriza de Ulises y ahora también de su hijo Telémaco, había entrado en el cuarto sofocada por la emoción– , Señora –repitió– , los pescadores afirman ser portadores de extrañas noticias que tan solo os competen a vos y que tan solo a vos transmitirán. Mi señora Anticlea os ruega que bajéis a recibirlos y poder saber nosotras al fin si lo que tiene que deciros es aquello que ansiamos oír. Penélope hizo un leve asentimiento a la sierva. Sus ojos recorrieron tranquilamente la estancia en que tantas horas había pasado voluntariamente recluida desde la partida del amo de las tierras.” (…) Begoña Caamaño. Circe o el placer del azul (2009). Traducción Xosé Antonio López Silva (2013)
16 de octubre de 2017 #DíadelasEscritoras En el Día de las Escritoras nos proponemos una selección de autoras en cuyas obras ya se reflexionó sobre la necesidad del empoderamiento femenino, o lo intuyeron o bien trazaron la semblanza de mujeres fuertes que, sin embargo, vieron mermadas sus capacidades por culpa de un entorno hostil y machista. Empezando por Isabel de Villena, religiosa valenciana del siglo XV y autora de una prodigiosa Vida de Cristo donde se presta especial atención a las mujeres que lo rodearon, presentándolas de un modo muy distinto al que se nos ha transmitido, por ejemplo en la descripción que hace de María Magdalena: no es una prostituta, es una mujer noble, dueña de su fortuna y una magnífica anfitriona. Teresa de Jesús es pionera en su reflexión sobre la fortaleza interior que necesitan las mujeres (ella piensa en las carmelitas de sus conventos, pero la idea es aplicable a cualquier época) para enfrentarse al mundo, al tiempo que reprende la intromisión de los confesores en cosas que no les incumben y que además no entienden. Gertrudis Gómez de Avellaneda proyecta en Catalina, una de las protagonistas de su novela Dos mujeres, su modelo de perfección femenina, con el que la autora se identifica, pero se asegura de dibujar en Carlos al igual, al compañero que no tiene reparos en admirar su talento, liderando así la revolución sentimental que defendieron las escritoras románticas. Por su parte, Carolina Coronado, consciente del injusto olvido y desprestigio en que había caído la humanista Luisa Sigea la reivindicó en su novela La Sigea: en la conversación que esta mantiene con la princesa de Portugal la anima a seguir su propia senda: entregarse al estudio y permanecer soltera, aunque eso no sería posible para ninguna de las dos mujeres. La condesa Emilia Pardo Bazán creó en 1882 el personaje de Amparo, “la Tribuna”, una joven decidida y valiente que capitanea a las cigarreras de La Coruña en la defensa de unos mínimos derechos en la fábrica donde trabajan, mientras tiene un hijo de un “señorito” que se desentiende del compromiso adquirido con ella al comienzo de su relación. Y el poder de las mujeres en la cocina, sobre el que volverá para rebelarse la mexicana Rosario Castellanos en un cuento que habla de incomunicación y soledad, le sirve a Juana Manuela Gorriti para trazar con finísima ironía unas originales recetas que ella pidió a sus amigas, la mayoría escritoras, como la peruana Mercedes Cabello de Carbonera, y que son pequeñas y sutiles historias sobre la diplomacia femenina. De las muchas mujeres fuertes que ofrece la literatura de Víctor Català (o Caterina Albert) elegimos a la magnífica marquesa de Artigas, quien descubre el amor en su vejez lamentando que en su juventud se le amputara el impulso de alargar los brazos para querer a alguien y por tanto poder aprender del amor, amando. Al fin de su vida profesa un verdadero sentimiento amoroso y de agradecimiento hacia Gloria, su fiel sirvienta. Por su parte, la modernista uruguaya Juana de Ibarbourou rompía el lenguaje poético con una declaración desafiante incluso con el barquero de la muerte: “Caronte, yo seré un escándalo en tu barca”. Y lo fue. También Elena Fortún en los años veinte especularía sobre los nuevos modelos de mujer por los que luchaban ya mujeres de todo el mundo y siente fascinación por las chicas asexuadas que visten trajes masculinos y se mueven con libertad anunciando una nueva era. Por su parte, la escritora venezolana Teresa de la Parra construye en su figura de Mamá Blanca una poderosa voz femenina para evocar tras una celosía la morosa vida en la Colonia. Por los mismos años, María Etxabe daba una conferencia, hasta ahora inédita en castellano donde reflexionaba sobre la felicidad del hombre y dónde este podía y debía buscarla. La gran poeta Julia de Burgos fue una de las mujeres que forjó con su acción una manera diferente de ser mujer en la sociedad portorriqueña. En el poema que rescatamos, “Nada”, escribe filosóficamente sobre su perplejidad ante un tipo de sensibilidad masculina que busca el poder, pero no la vida y lo invita a brindar por la incertidumbre del ser y de la vida. Del mismo año data la publicación de un bellísimo soneto de Alfonsina Storni que rivaliza en creatividad con el de Burgos: he aquí a la poeta admitiendo el paso del tiempo, la pérdida de la belleza, de la juventud, del deseo, pero la vida no puede retirarle “la máquina de azules que suelta sus poleas en la frente”. No puede dejarla sin pensamiento. La novelista Dolores Medio desvela en su veraz historia de una maestra su vivencia del amor: de considerar a Máximo Sáenz un modelo de ser y saber asumirá con el tiempo su propia madurez siendo dolorosamente libre y dueña de su destino. Mercè Rodoreda crea el personaje de Teresa Goday Valldaura, una mujer fuerte, inteligente y sensual que pasa de joven pescadera en el mercado de la Boquería a ser el centro de gravedad de una gran casa burguesa, una casa que sin ella no sería nada; en su vejez, sin embargo, se pregunta por las sombras que han acompañado su éxito social. Elena Soriano por su parte reflexiona sobre la necesidad de conceder valor de verdad al discurso de las mujeres: si este fuera dicho por los hombres gozaría del crédito intelectual que en la España de los años 80 las escritoras todavía no tienen. La mexicana Elena Garro creía en la justicia poética de la palabra: solo ella tal vez podía salvar a los desposeídos de la tierra: mujeres indígenas que no se tienen más que a sí mismas y el dolor de sus vidas. Y Carmen Martín Gaite buscaba en la descripción de los lugares físicos un modo de introducir a los lectores y lectoras en los “paisajes del alma”. Begoña Caamaño a su vez recreará a la Penélope griega, la mujer que, amparada en la oscuridad de la noche, teje y desteje en su alcoba solitaria la tela que mantiene el orden en su ciudad. Por último, y en el año del centenario de su nacimiento, comprobamos cómo la voz poética de Gloria Fuertes no hace más que crecer y agigantarse exigiendo en sus versos que se cambien las reglas del juego de la vida, “que cambien los músicos / que cambie la letra”. B) Textos 1. Isabel de Villena (1430-1490) (…) Preïcant lo Senyor en Jerusalem, s’esdevengué que una gran senyora molt heretada, singular en bellea e gràcia sobre totes les dones de l’estat seu, franca de senyoria de pare e de mare, car ja eren morts, deixant a aquella grans riquees e abundància de béns, ab tot tingués un germà e una germana, ella era la principal senyora e major de tots, e veent-se així lliberta en la joventut sua, sens negun reprenedor, havent la propia voluntat per llei, seguía tots els apetits sensuals, no entenent sinó en delits e plaers de sa persona, en arreus i novitats, e res no li era difícil, puix tenia què despendre, car l’abundància de riquees en persona jove és gran ocasió de pecar, segons testifica Salamó. E aquesta senyora era gran festejadora e inventora de trajos. Tenia cort e estrado en casa sua on s’ajustaven totes les dones jóvens entenents en delits e plaers, e aquí es feien festes e convits tots els dies. E com en tals coses la fama de les dones no pot perseverar sancera, encara que les obres no sien males, les tals demostracions donen e sospita de mal e llicència als mals parlers de jutjar e condemnar la vida de tals persones, que més pensen en contentar la voluntat desordenada que no en conservar la fama. (…) Isabel de Villena, Vita Christi, Vicent J. Escartí (ed.), InstitucióAlfons el Magnànim 2011, pp. 258-259. 1.B. Isabel de Villena (1430-1490) [“Predicando el Señor en Jerusalén, ocurrió que una gran señora de buena casa, singular en belleza y gracia por encima de las demás mujeres de su estado, huérfana de padre y madre, pues ya habían muerto los dos, dejándole grandes riquezas y abundancia de bienes, aunque tenía un hermano y una hermana, ella era la principal señora y la mayor de los tres, y viéndose así, tan libre y tan joven, sin nadie que la reprendiera, disponiendo de su voluntad como única ley, seguía sus propios apetitos sensuales, no entendiendo sino de deleites y placeres, de adornos y novedades, y nada le era difícil, pues tenía de qué desprenderse. Sin embargo, la abundancia de riquezas en personas jóvenes es una gran ocasión de pecar, según asegura Salomón. Y esta señora era amiga de las fiestas e inventora de vestidos. Tenía corte y estrado en su casa donde acudían todas las jóvenes que compartían con ella deleites y placeres, y allí se daban fiestas y convites todos los días. Y como en tales casos la fama de las mujeres no puede perseverar entera, aunque las obras no sean malas, son demostraciones que dan qué hablar y sospechar a los murmuradores encargados de juzgar y condenar la vida de tales personas que antes piensan en dar contento a su voluntad desordenada que en conservar su fama.”] 2. Teresa de Jesús (1515-1582) (…) “¿Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo, y tratar negocios del mundo, y hacerse a la conversación del mundo, y ser en lo interior extrañas del mundo y estar como quien está en destierro, y, en fin, no ser mujeres sino ángeles? Si en lo interior no estáis fortalecidas en entender lo mucho que va en tenerlo todo debajo de los pies, por mucho que se quiera encubrir, se ha de dar señal. Así que no penséis es menester poco favor de Dios para esta gran batalla de la vida adonde nos meten, sino grandísimo (…) Ya, hijas, habéis visto la gran empresa que pretendemos ganar; ¿qué tales habremos de ser para que en los ojos de Dios y del mundo no nos tengan por muy atrevidas? Está claro que hemos menester trabajar mucho, y ayuda mucho tener altos pensamientos, para que altas sean las obras (…) Ya sabéis que la primera piedra ha de ser buena conciencia y con todas vuestras fuerzas seguir en lo más perfecto. Parecerá esto que cualquier confesor lo sabe, y es engaño. A mí me acaeció tratar con uno cosas de conciencia que había leído y me hizo harto daño en cosas que me decía que no tenían importancia. Y sé que no pretendía engañarme, ni tenía para qué, sino que no sabía más, y con otros dos o tres confesores me acaeció lo mismo. Este tener verdadera luz para guardar la ley de Dios con perfección, es todo nuestro bien; sin este cimiento fuerte todo el edificio va en falso. Y si personas como las que he dicho no les dieren libertad para confesarse y tratar cosas de su alma, tómenla hermanas, sin confesión. Y atrévome a más, que aunque el confesor lo tenga todo, algunas veces hagan lo que digo. Porque puede ser que él se engañe y es bueno que no se engañen todas por él. Todo esto que digo corresponde a la prelada, y así le torno a pedir que pues aquí no se pretende otro consuelo que el del alma, procure en esto su consolación. Que hay diferentes caminos por donde lleva Dios y no por fuerza los sabrá todos un confesor. Y así pido por amor del Señor, al obispo que fuere, que deje a las hermanas esa libertad y que no se la quite, cuando las hermanas sean tales que tengan letras y la bondad que se requiere en un sitio tan chico como este.” (…) Teresa de Jesús, Camino de perfección, III, Aguilar, 1945, ed. de Luis Santullano, p. 285 y ss. 3. Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873) (…) “Carlos, que se hallaba siempre presente en las lecturas y conversaciones de las dos amigas, admiraba cada día más el universal talento de Catalina, su vasta erudición. Como él, ella poseía también varios idiomas, podía valorar todo el mérito que encerraban aquellas bellas e improvisadas traducciones que solía hacer de los poetas extranjeros, sin dar a este trabajo difícil y arduo la menor importancia. No menos le encantaba oírla recitar los más bellos versos de los grandes poetas franceses y españoles con exquisita sensibilidad y comprensión, y cuando discutía con ella sobre el mérito de unos y otros, sorprendíase siempre de la rapidez de su análisis y de la justicia y exactitud de sus decisiones. Reunía la condesa a la ardiente y poética imaginación toda la sagacidad y finura. Analizaba como filósofo y como poeta, tenían sus pensamientos el vigor y la independencia de un hombre, y expresábalos con todo el encanto de la fantasía de una mujer, y aun con un poco de su amable versatilidad. Estaba, en fin, cada día más cautivado por la amenidad del trato de la condesa, y formaba un juicio más ventajoso de su corazón a medida que creía conocerla mejor. No salía apenas de casa de Elvira: levantábase temprano y esperaba con vivísima impaciencia a Catalina. Cada coche hacía palpitar su corazón, y cuando por fin se presentaba la condesa Carlos se admiraba de la alegría que su sola vista le causaba. Junto a ella hallábase ebrio en cierto modo. Junto a ella sólo podía admirarla, aplaudirla, gozar ávidamente de los momentos de dicha que su talento y su dulzura le proporcionaban, y felicitarse a sí mismo de poseer la amistad de una mujer tan distinguida y amable. Pero en el momento en que se marchaba Catalina se encontraba agitado y descontento. No podía pensar en ella sin una especie de dolorosa desconfianza, temía examinar aquella misma felicidad que gozaba junto a ella, y, aunque impaciente por volver a verla, sentía una especie de zozobra, que se aumentaba a medida que el momento en que debía llegar se aproximaba. Sin embargo, no se le había pasado por el pensamiento al esposo de Luisa la más leve sospecha de estar enamorado. El sentimiento que le inspiraba la condesa no era ni podía ser amor: así por lo menos lo creía Carlos (…) Por lo que hace a Catalina, sorprendíase muchas veces junto a él embebida en contemplar sus grandes ojos negros de mirada ardiente, y su frente tan noble como la del Adán de Milton. Cuando él hablaba ella contenía su respiración y le oía con un interés que no procuraba ocultar. Su talento y su timidez, y su orgullo, su ignorancia de la vida y del mundo, y su perfecto conocimiento de sus deberes, la natural bondad de su corazón y la severidad de sus principios. En fin, el encanto nunca agotado que ella encontraba en estudiar aquella alma activa y aquella cabeza meridional, todavía jóvenes y poderosas, siempre empero dominadas por una enérgica voluntad… Cada día se hallaba más preocupada, a cada momento pasado junto a él aumentaba la impresión vivísima y profunda que causaba en su corazón.” (…) Gertrudis Gómez de Avellaneda, Dos mujeres (1842-1843), vol. II, acto XII. 4. Carolina Coronado (1820-1911) (…) “Hay, princesa, una raza de mujeres fecundas de alma cuya producción es un canto, una oración, una poesía, un perfume como el de las flores que no dan semilla. No pidamos a estas mujeres amor para un esposo, porque solo darán un suspiro, una lágrima. Huirán. No les pidamos posteridad de criaturas, sino posteridad de ideas. A esta raza, mi señora, pertenecéis vos. El temor que os ha espantado siempre al enlazaros a un hombre es el instinto de conservación de vuestra espiritualidad. Vos, doña María, debéis volver al cielo sin haber tocado la tierra sino con la punta de vuestros pies. Dejad, señora, que los reyes se afanen por disponer vuestra suerte: vos moriréis virgen y cuando el vulgo de varones descreídos quiera disculpar sus desórdenes calumniando a nuestro sexo …“Mentís –dirá la Historia-. Si habéis olvidado a las mujeres del pueblo antiguo, bien podéis recordar a las del nuestro. Aquella es la tumba de una princesa sabia: allí yace Doña María. Cesó de hablar la Sigea, y aún conservaba la mano levantada en actitud de señalar a una tumba. Doña María estaba conmovida y absorta. -¡Gracias! –exclamó- gracias, amiga mía, me vuelves el valor y el entusiasmo con tus palabras. ¡Oh, plugiese al cielo que allí en el sitio donde tú señalas se abriese para mí una tumba esta misma noche! -Debilidad, señora – replicó la Sigea con energía- debilidad de mujer, indigna de la heroína a quien alabo, es la que os conduce a desear que se abra presto esa tumba. ¡Qué maravilla fuera subir al cielo con la bendita palma a los veinte años, doña María! ¿Creéis que ya están sufridos todos los combates, todos los infortunios, todas las injusticias de los hombres? ¿Creéis que a los veinte años estáis acrisolada solo porque os han desposado con media docena de príncipes a quienes no habéis conocido siquiera? ¿Por qué habéis presidido una academia de doctores? No, no. Os faltan, señora, las pasiones y las calumnias. Es preciso que améis a un hombre: y que este hombre por alguna razón no pueda ser vuestro; que luche vuestro espíritu con vuestro corazón; vuestros deseos con vuestro deber; que perdáis en la lucha vuestra salud y vuestra belleza; que tras largas horas de insomnios y de lágrimas ardientes triunféis de vos misma; y que después de este sacrificio, cuando vayáis a cantar el himno de victoria, os calumnien los hombres. -¡Ay! -exclamó Doña María estremeciéndose- ¡Yo nunca tendría fuerzas para sufrir tanto!. -Sí, señora, las tendréis.” (…) Carolina Coronado, La Sigea, Obras Completas, vol. I. Obras en prosa (I), ed. de Gregorio Torres Nebrera, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 1999, p.433. 5. Mercedes Cabello de Carbonera (1845-1909) “Con el encanto misterioso que según antiguas crónicas encierra esta sencilla confección dicen que Madame Scarron -después marquesa de Maintenon- curó a su marido de la embriaguez. El paralítico, para distraerse, en su inmovilidad, dio en beber y diariamente se embriagaba. Maldita la gracia que hacía a esto a una dama tan acicalada como ella. Pero qué hacer. Necesario era contemporizar con aquella naturaleza humana en el pobre infirme que a ratos se aburría. Más ¿para cuándo la astucia diplomática de la mujer ha servido sino para estos casos supremos? Madame Scarron sabía cuánto gustaba a su marido la sangría helada; y queriendo darse cuenta de que era bien servido la confeccionaba ella misma. De repente Scarron vio llegar, en una calurosa jornada de julio, la hora del mediodía sin la refrescante copa. La esposa llegó y se sentó a su lado, pero… con las manos vacías. Scarron la miró consternado, creyendo que algo de extraordinario había sucedido. Nada: su mujer tenía un aire plácido y serio. El paralítico se atrevió a más y preguntó por su refresco: -Ah, querido. Anoche en casa de Ninon oí una conversación entre dos científicos que fue providencial. Dicen que la combinación del vino con el agua, hielo, azúcar, limón, canela y nuez moscada, forma un todo tan extraño que al beberse se torna despótico y celoso de toda asimilación, destruyendo al recipiente que lo recibe. Pensad querido cuántos combates habían de comenzar a torturarlo, antes de su final destrucción, si yo no acudo a impedirlo. A partir de hoy destierro a ese enfadoso déspota que busca vuestro mal para dejar libre paso y tranquila residencia a otros amables huéspedes que vienen a alegraros. ¿Fue su propia experiencia o la de Monsieur de Laclos la que había enseñado a esta mojigata que el hombre es un espíritu de contradicción? ¡Quién sabe! Lo cierto es que excepto los dos vasos de vino del Rhin que bebía con las comidas, la sangría helada dejó de reinar en los dominios de Scarron. Pero por si os interesa, aquí va la receta. Se corta muy delgada la piel de seis limones maduros y se ponen en infusión por dos horas, con tres vasos de agua, trozos de buena canela y el azúcar suficiente para endulzar. Se cuela todo por un tamiz; se baten dos claras de huevo y se mezclan con un polvo de nuez moscada. Se vierte sobre todo esto una botella de buen vino tinto y se hiela. Yo, de ser madame Scarron, habría atenuado su rigor, y en invierno hubiera servido la sangría en la ponchera dándole en el fuego un hervor y, convertido en un exquisito ponche, sobre bandeja de plata y en copa de medio litro, la habría llevado a mi pobre paralítico para calentar sus enfriados huesos.” Mercedes Cabello de Carbonera para Cocina ecléctica de Juana Manuela Gorriti (1890), en La vida escrita por las mujeres, vol. La pluma como espada, Anna Caballé (ed.), Lumen, 2004. 6. Emilia Pardo Bazán (1851-1921) (…) “Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida, llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos. Para mostrar que ella no temía ni se fugaba, fue saliendo a pasos lentos y llegó al patio en ocasión que la guardia, aprovechándose de la ventaja fácilmente adquirida, expulsaba a las últimas revolucionarias, sin mostrar gran enojo. Por galantería, el soldado del fusil administró a Amparo un blando culatazo, diciéndole «Ea... afuera...». La Tribuna se volvió, mirole con regia dignidad ofendida, y sacando el pito, silbó al soldado. Después cruzó la puerta que se le cerró en las mismas espaldas con gran estrépito de gonces y cerrojos. Al verse fuera ya, miró asombrada en torno suyo y halló que una gran multitud rodeaba el edificio por todos lados. No sólo las que estaban dentro, sino otras muchas que habían ido llegando, formaban un cordón amenazador en torno de los viejos muros de la Granera. La Tribuna, viendo y oyendo que sus dispersas huestes se rehacían, comenzó a animarlas y a exhortarlas, a fin de que no sufriesen otra vez tan humillante derrota. Ya las que habían sido arrojadas por los soldados, al contacto de la resuelta muchedumbre, recobraron los ánimos decaídos, y enseñaban el puño a la muralla profiriendo invectivas. Hicieron ruidosa ovación a su capitana que empezó a recorrer las filas calentando a las que aún tenían recelo o no estaban dispuestas a gritar. Y eligiendo dos o tres de las más animosas, les mandó que arrancasen una de las desiguales y vacilantes piedras de la calzada, que se movían como dientes de viejo en sus alveolos, y, alzándola lo mejor posible, la condujesen ante la puerta que les acababan de cerrar en sus mismas narices. Brotó de entre los espectadores un clamoreo al ver ejecutar esta operación con tino y rapidez y oír retemblar las hojas de la puerta cuando la lápida cayó contra el quicio. -Hacen barricadas -exclamó una cigarrera que recordaba los tiempos de la Milicia Nacional. -Borricadas, borricadas -exclamaba una maestra-, nos va a costar caro todo este barullo. El propósito de las desempedradoras no era ciertamente hacer barricadas, sino otra cosa más sencilla: o bien echar abajo la puerta a puros cantazos, o bien elevar delante un montón de piedras por el cual se pudiese practicar el escalamiento. En su imprevisión estratégica olvidaban que del otro lado, al extremo del callejón del Sol, existía un portillo, un lado débil, sobre el cual debería cargar el empuje del ataque. No estaba la generala en jefe para tales cálculos: cegada por la rabia, Amparo no pensaba sino en atravesar otra vez la misma puerta por donde la habían expulsado -¡oh rubor!- cuatro soldados y un cabo. Así es que arrancada ya, casi con las uñas, la primer baldosa, se procedió a desencajar la segunda.” (…) Emilia Pardo Bazán, La Tribuna (1892), cap. XXXIV 7. Víctor Català [Caterina Albert] (1873-1966) (…) “Com s’és dit més amunt, la Marquesa s’estava en son lloc de costum darrera els vidres del balcó i guaitant distretament a fora. Per son cervell somogut passaven records vagatius d’altre temps, nuvolades enroentides pels raigs llunyans del sol post de la seva joventut: i son cor, llibert a la fi de les antigues prevencions que l’emmurallaven, sentia vivors caldes, rufagades de plenitud que li feien veure tot lo del món enterament distint de com ho veié fins aleshores. Ella, la senyora Marquesa d’Artigues, no se sentia ja la dona que s’havia pensat ésser sempre i aquell enrunament d’una personalitat creguda ferma i definitiva, en lloc de donar-li el dolor que li donaven totes les altres decepcions, de produir-li la minva de vida que totes li produïen, li portava un goig i una fortalesa d’ànima desconeguts. Lo que no s’havia pogut confessar mai, s´ho confessava ara a si mateixa sense falses ni ridícules vergonyes: la gran meravella que li havia negat sa joventut austera la hi concedia pròdigament la vellesa. Estimava! Estimava amplament, fortament. A qui? … Què li importava el qui? … A una criatura humana, a un altre ésser com ella. No era l’objecte de l’amor lo més punyidor, i interessant d’aquell miracle, sino l’amor mateix, aquella gran afecció calda i serena, aquell afecte viu que la lligava a quelcom vivent i la treia de la buida obaga, de l’isolament mústic en què fins aleshores havia viscut. Per què lo que lliga i conhorta no és pas lo que dels altres ve a nosaltres, sinó lo que de nosaltres va generosament als altres, lo que donem, no lo que ens donen… És clar que la Marquesa d’Artigues no ho pensava pas concretament, allò; mes ho sentia amb la força imperiosa d’una gran realitat, i de grat es deixava anar tota ella amb aquell sentiment sense aturar-se a meditar ni analitzar-lo; acontentant-se tan sols de sentir-se bressolar en ell per una mitja inconsciència venturosa.” (...) Víctor Català [Caterina Albert], “Carnestoltes” [Carnaval], en Caires vius (1907), Edicions 62 i “la Caixa”, 1982, p. 313. 7.B. Víctor Català [Caterina Albert] (1873-1966) [“Como se ha dicho más arriba, la Marquesa descansaba en su lugar de costumbre tras los cristales del balcón y mirando discretamente hacia fuera. Por su cerebro conmovido desfilaban vagos recuerdos de otro tiempo, nubosidades ruborizadas por los rayos lejanos del sol poniente de su juventud: y su corazón, liberto por fin de las antiguas prevenciones que lo amurallaban sentía emociones vívidas, ráfagas de plenitud que le hacían ver el mundo enteramente distinto a como lo vio hasta entonces. Ella, la señora Marquesa de Artigues no se sentía ya la mujer que había creído ser siempre y aquel desmoronamiento de una personalidad que hasta entonces se pensaba fuerte y definitiva, en lugar de causarle el dolor que le causaban otras muchas decepciones, de menguar su vida, como sí se la menguaban todas las demás, le proporcionaba un goce y una fortaleza de alma desconocidos. Lo que no se había podido confesar nunca a sí misma se lo confesaba ahora sin falsas ni ridículas vergüenzas: la gran maravilla que se le había negado en su juventud austera se la concedía generosamente la vejez. ¡Amaba! Amaba ampliamente, intensamente. ¿A quién? … ¿Qué le importaba a quién? A una criatura humana, a otro ser como ella. No era el objeto de su amor lo más incisivo e interesante de aquel milagro, sino el amor mismo, aquel inmenso afecto cálido y sereno, aquel afecto vivo que la ligaba a algo vivo y la sacaba del vacío sombrío, del triste aislamiento en que hasta entonces había vivido. Porque lo que ata y conforta no es aquello que de los otros viene a nosotros, sino lo que de nosotros va generosamente a los otros, lo que damos, no lo que nos dan… Claro que la Marquesa de Artigues no pensaba así tan concretamente; pero lo sentía con una fuerza imperiosa de una gran realidad y de buen grado se abandonaba a aquel sentimiento sin detenerse a meditar ni analizarlo; contentábase con sentirse mecida en él por una semiconciencia venturosa.”] Víctor Català [Caterina Albert], “Carnestoltes” [Carnaval], en Caires vius (1907), Edicions 62 i “la Caixa”, 1982, p. 313. Traducción del original por Anna Caballé. 8. Elena Fortún (1886-1952) (…) “De pronto dejé de ver todo lo que me rodeaba para mirar la escalera de mármol por donde descendían dos muchachas… ¡Dios mío, qué muchachas! Una era morena, llevaba el pelo cortado como un hombre, pero sus ojos eran grandes y aterciopelados y los labios muy rojos. Su traje era de lo más original: chaqueta gris con solapas como la de cualquier hombre, camisa de seda, corbata y falda corta y ajustada… Algo insólito en los primeros años de este siglo. La otra joven era rubia y su vestido de terciopelo azul era precioso. Cruzaron el comedor saludando dos o tres veces a las gentes que comían, y vinieron a sentarse en la mesa que estaba frente a mí. En aquella mesa nos habíamos querido sentar y el camarero nos dijo que estaba reservada. Era la de ellas, tenía dos cubiertos y una botella de agua mineral. Un perfume delicado nos envolvió. Yo lo aspiré emocionada sintiéndome como en una nube… Desdoblaron las servilletas, pasaron sus miradas distraídas sobre nosotros, luego miraron a otro lado, y después se miraron entre ellas y sonrieron, hablando tan bajo que el timbre de su voz no llegaba a mí. Por debajo de la mesa veía sus pies. Los de la rubia calzados con primorosos zapatos de tacón alto. ¡Qué maravilla! Los de la morena eran planos, pequeños fuertes como los de un hombre… ¡Oh, pero no como los de mi padre o mis hermanos! Las piernas de la morena quedaban cubiertas por unas medias de seda gris… -Mira papá, mira con disimulo detrás de ti… Un chico con los labios pintados. ¿Tú ves eso? Papá miró, y también mi madre: -¡Qué cosas! dijo mamá. Yo sentía una ofensa personal en aquellas miradas de mi familia, y sobre todo en las palabras que usaban. Las dos jóvenes eran algo mío: yo las había visto primero, sabía que eran dos señoritas, las admiraba, las adoraba, desde su perfume hasta las puntas divinas de sus dedos. Acabaron de comer mucho más pronto que nosotros, y la morena sacó una pitillera del bolsillo de la chaqueta, ofreció a la otra y encendió una cerilla… ¡Fumaban! Fumaban, hablaban y bebían el café a sorbos. Todo en ellas era delicioso, encantador, distinto. Como si fueran de otro mundo. Seguro que sus blancas manos jamás habrían cogido una escoba como la que ponía en mis manos Casiana, la brutísima criada que amamantó a mi hermano Juan, para que barriera mi cuarto. No, sus blancas manos solo se ocuparían en sostener un libro o el cigarrillo. Papá y mamá hablaron bajo, las miraban disimuladamente y cuando el camarero vino con los postres, papá le hizo un gesto de acercarse. -¿Quiénes son esos? Parece mentira que en un sitio como este consientan ustedes… -Es gente distinguida, señor, y de mucho dinero… -Sí, sí, pero ese chico que lleva los labios pintados y medias de mujer… -Es una mujer, señor… Creo que es escritora y es americana… La otra es su secretaria. -¡Por Dios, qué indecencia!, dijo mi madre. Ellas se levantaron enseguida, cruzaron el comedor sonrientes, volvieron a saludar. Se detuvieron un momento en la mesa de la señora de pelo blanco y los dos muchachos, que se levantaron para hablar con ellas. Rieron los cuatro, comentando algo, y luego se separaron estrechándose las manos… Subieron por la escalera de mármol que debía acabar en ese mundo maravilloso que yo no podía ver y que tal vez no vería nunca.” (…) Elena Fortún, Oculto sendero, Renacimiento, 2016, pp. 80 - 85. 9. Teresa de la Parra (1889-1936) (…) “Mamá Blanca, quien me legó al morir suaves recuerdos y unos quinientos pliegos de papel de hilo surcados por su fina y temblorosa letra inglesa, no tenía el menor parentesco conmigo. Escritos hacia el final de su vida, aquellos pliegos, que conservo con ternura, tienen la santa sencillez monótona que preside las horas en la existencia doméstica, y al igual de un libro rústico y voluminoso, se hallan unidos por el lomo con un estrecho cordón de seda, cuyo color, tanto el tiempo como el roce de mis manos sobre las huellas de las manos ausentes, han desteñido ya. A falta de todo parentesco uníanme estrechamente a Mamá Blanca misteriosas afinidades espirituales, aquéllas que en el comercio de las almas tejen la trama más o menos duradera de la simpatía, la amistad o el amor, que son distintos grados dentro del mismo placer supremo de comprenderse. Su nombre, Mamá Blanca, era, en el fervor de mis labios extraños, la expresión que mejor convenía a su vejez generosa y sonriente. Se lo había dado al romper a hablar el mayor de sus nietos. Como los niños y el pueblo, por su ignorancia o desdén de las abstracciones, poseen la ciencia de acordar las cosas con la vida, saben animar de sentido las palabras y son los únicos capaces de reformar el idioma, el nombre que describía a un tiempo la blancura del cabello y la indulgencia del alma fue cundiendo en derredor con tal naturalidad que Mamá Blanca acabaron diciendo personas de toda edad, sexo y condición, pues que no era nada extraño el que al llegar a la puerta, una pobre con su cesta de mendrugos, o un vendedor ambulante con su caja de quincalla, luego de llamar: toc, toc, y de anunciar, asomando al patio la cabeza: «¡Gente de paz!» preguntasen familiarmente a la vieja sirvienta que llegaba a atender, si se podía hablar un momento con la señora Mamá Blanca. Aquella puerta, que casi siempre entornada, parecía sonreír a la calle desde el fondo del zaguán, fue un constante reflejo de su trato hospitalario, una muestra natural de su amor a los humildes, un amable vestigio de la edad fraternal sin timbres ni llave inglesa y fue también la causa o circunstancia de donde arrancó nuestro mutuo, gran afecto. Conocí a Mamá Blanca mucho tiempo antes de su muerte, cuando ella no tenía aún setenta años ni yo doce. Trabamos amistad, como ocurre en los cuentos, preguntándonos los nombres desde lejos, amortiguadas las voces por el rumor del agua que cantaba y se reía al caer sobre el follaje, iba yo jugueteando por el barrio y de pronto, como se me viniese a la idea curiosear en una casa silenciosa y vieja, penetré en el zaguán, empujé la puerta tosca de aldabón y barrotes de madera, pasé la cabeza por entre las dos hojas y me di a contemplar los cuadros, las mecedoras, los objetos y en el centro del patio un corro de macetas, con helechos y novios, que subidos al brocal de la pila se estremecían de contento azotados por la lluvia de un humilde surtidor de hierro.” (…) Teresa de la Parra, Las Memorias de Mamá Blanca (1920), Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, 2004, (comienzo). 10. Juana Ibarbourou (1892-1979) Rebelde Caronte: yo seré un escándalo en tu barca. Mientras las otras sombras recen, giman o lloren, y bajo tus miradas de siniestro patriarca las tímidas y tristes, en bajo acento, oren. Yo iré como una alondra cantando por el río y llevaré a tu barca mi perfume salvaje, e irradiaré en las ondas del arroyo sombrío como una azul linterna que alumbrara en el viaje. Por más que tú no quieras, por más guiños siniestros que me hagan tus dos ojos, en el terror maestros, Caronte, yo en tu barca seré como un escándalo. Y extenuada de sombra, de valor y de frío, cuando quieras dejarme a la orilla del río me bajarán tus brazos cual conquista de vándalo. Juana de Ibarbourou, Rebelde, en Las lenguas de diamante (1919) 11. Alfonsina Storni (1892-1938) La sirena Llévate el torbellino de las horas y el cobalto del cielo y el ropaje de mi árbol de septiembre y la mirada del que abría soles en el pecho. Apágame las rosas de la cara y espántame la risa de los labios y mezquíname el pan entre los dientes, vida; y el ramo de mis versos, niega. Más déjame la máquina de azules que suelta sus poleas en la frente y un pensamiento vivo entre las ruinas; lo haré alentar como sirena en campo de mutilados y las rotas nubes por él se harán al cielo, vela en alto. Alfonsina Storni, La sirena, en Mascarilla y trébol (1938), Antología poética, ed. de Susana Zanetti, Losada, 1980, p. 192. 12. María Etxabe (1903-1993) (…) “Emakumeak argalak gerala ¡zenbat aldiz entzuten degu! Bai ba... gizonak, indar eta jakin-duriz beteak bai-daudez ... Eta ... gizon indartsu eta jakintsu oiek ¿nondik sortuak ditugu...? Ez ote-dira gogoratzen berak ere badutela edo izan dutela ama bat? Eta aita danak edo izango dana ez ote da gogoratzen bere semetxoak ere ama bat bear dula izan? Arrigarria da askoren jarduna gai onentzat eta ¡tamala benetan! Aita batzuen naigabea, semea nai eta alaba joitzen ba-zaie. Emakumearen lanak ez dira beñere ezer. Goizetik arratsera gelditugabe lanean, guretzak ez da zortzi ordurik, ala ere guk egiten deguna, ez da ezer. Goiza joaten zaigu, bat da la eta bestea da la, gosaria da la eta bazkaria da-la: Arratsaldea berriz, beren alkondara eta prakazarrak konpontzen eta galtzerdietako zuloak betetzen; gero, etxera datozanerako, apariya pronto-pronto. ¡Kontuz bestela! Orra egun guziko gure lanak. Atzo konpondutako kaltzerdiak, gaur orpotik patatak agirian: bazkari eta aparia, bapo daramate sabelian, atzo bezela gaur, gaur bezela bihar; orela urteko egunak guretzako izaten dira. Gizonak, etxe bat egiten ba-dute, urten etorri eta urte jun an dago ura tente-tente; sortzi ordu bakarrik jardun eta, guzia egin dutela uste. (...) Zertatik datoz gizon eta emakume arteko ez-bear oek guziak? Ez dalako artzen bear añako ardurakin emakumea. ¡Ama! ¡Ona emen zorionaren iturria gizonentzat.” (…) Maria Etxabe, Non du gioznak zorionaren iturria? Texto de una conferencia que la autora (Zarautz, 1903-1993) dio en Donostia invitada por la revista vasca EUSKAL ESNALEAK, el día 27 de abril del año 1929. Publicado por OLERTI ETXEA, Zarautz, 2002. Traducción de Josune Muñoz. 12.B. María Etxabe (1903-1993) (…) “Que las mujeres somos débiles… ¡Cuántas veces lo escuchamos! Sí, y que los hombres están llenos de fuerza y conocimiento… y… esos hombres fuertes y sabios ¿dónde fueron creados? ¿no se acuerdan que ellos también tienen o tuvieron una madre? Y el que es o será padre ¿acaso no recuerda que su criatura necesita tener una madre? Es asombroso cómo se ocupan algunos de la maternidad y ¡verdaderamente triste! el disgusto de algunos padres si deseando un hijo les nace una hija. Las tareas de la mujer carecen de valor. De la mañana a la noche trabajando sin parar. Para nosotras no hay jornada de ocho horas, y aun así, no hacemos nada, nuestro trabajo no es nada. Se nos va la mañana, por una cosa u otra, la compra, el desayuno, la comida. Se nos va la tarde arreglando sus camisas, sus viejos pantalones o remendando sus calcetines. Luego, para cuando los hombres llegan a casa, rápido, la cena ¡cuidado si no! He aquí nuestros trabajos de cada día. Los calcetines ayer remendados hoy dejan ver los dedos, la comida y la cena. la llevan en su tripa llena. Ayer como hoy, hoy como mañana, así los días del año suelen ser para nosotras. Si los hombres hacen una casa se pasa un año y allí, en pie, está la casa. Tan sólo trabajan ocho horas pero creen que esas son las que cuentan. ¿De dónde vienen todos estos infortunios entre hombres y mujeres? De que no se tiene en cuenta a la madre en la medida que sería necesario. ¡La madre! ¡He aquí la fuente de la felicidad de los hombres! (…) Maria Etxabe, “¿Dónde tiene el hombre la fuente de su felicidad?” Texto de una conferencia que la autora (Zarautz, 1903-1993) dio en Donostia invitada por la revista vasca EUSKAL ESNALEAK, el día 27 de abril del año 1929. Publicado por OLERTI ETXEA, Zarautz, 2002. Traducción de Josune Muñoz. 13. Mercè Rodoreda (1909-1983) (…) “Asseguda a la seva butaca vermella i or, mirà a fora. Immòbil, escoltava alguna cosa que el jardí estava a punt de dir-li en un moment com aquell, que potser havia estat a punt de dir-li des de sempre, des del primer dia… Un secret custodiat per l’aire que naixia d’alguna soca clivellada i, vencent flors i fulles de castanyer, s’anava acostant tenaç a la seva misèria. Alcà els ulls: tenia l’Armanda al costat amb la safata de l’esmorzar. “Mentre vostè dormia, ha vingut en Masdéu amb una corbata vermella i un braçal negre. Ha vingut a dir que el seu pare havia mort...” La senyora Teresa agafà un bocí de pa, l’untà amb mantega, remugà unes quantes paraules que l’Armanda no entengué i, abans de ficar-se el bocí de pa a la boca, sospirà. L’Armanda la mirava menjar amb les mans a les butxaques del davantal. “M’ha explicat que havien declarat la república. Que s’havia posat la corbata vermella per celebrar-ho encara que estigués molt trist.” La senyora Teresa es ficà un altre bocí de pa a la boca, begué un parell de glops de xocolata i s’eixugà els llavis. Deixà el tovalló a la safata i, amb una mirada fonda, digué: “Estar com estic, encara que no em queixi mai, és més trist del que sembla.” Es quedà molt quieta. “¿Ho sap, oi, que jo de jove havia venut peix? ¿I que em vaig enamorar d’un home que no sabia que fos casat?. Tot d’una digué a l’Armanda que ja es podia endur la safata. El jardí tenia un verd lluent. Cada fulla formava part del gran exèrcit que les pluges de la tardor farien morir. Es mirà les ungles: bombades. La traurien d’aquella casa en una caixa de fusta triada. S’hi podriria com les fulles. Li vingueren ganes de plorar. L’Armanda, amb la safata a les mans, no sabia anar-se’n. I amb una veu escanyada, gairebé de nena, preguntà: “Digui’m la veritat, Armanda, vosté que em coneix d’anys: sóc dolenta?” [Teresa Goday de Valldaura]. (...) Mercè Rodoreda, “Un matí”, Miralltrencat (1974), Club Editor Jove, pp. 217-218. 13.B. Mercè Rodoreda (1909-1983) “Sentada en la butaca de color rojo y oro, miró hacia fuera. Inmóvil, escuchaba algo que el jardín estaba a punto de decirle en un momento como aquel, que quizá había estado a punto de decirle desde siempre, desde el primer día… un secreto custodiado por la brisa que nacía de algún tronco resquebrajado y, venciendo flores y hojas de castaño, se iba acercando tenaz a su miseria. Levantó la mirada: Armanda estaba a su lado con la bandeja del desayuno. “Mientras usted dormía, ha venido Masdéu con una corbata roja y un brazal negro. Ha venido a decir que su padre había muerto…” La señora Teresa cogió un pedazo de pan, lo untó con mantequilla, murmuró unas palabras que Armanda no entendió y, antes de meterse el pedazo de pan en la boca, suspiró. Armanda la miraba comer con las manos en los bolsillos del delantal. “Me ha contado que habían declarado la república. Que se había puesto la corbata roja para celebrarlo aunque estuviese muy triste”. La señora Teresa se metió otro pedazo de pan en la boca, bebió un par de sorbos de chocolate y se secó los labios. Dejó la servilleta en la bandeja y, con una mirada profunda dijo: “Estar como estoy yo, aunque no me queje nunca, es más triste de lo que parece”. Se quedó muy quieta. “Supongo que usted sabe que de joven yo vendía pescado. Y que me enamoré de un hombre sin saber que estaba casado. A las chicas jóvenes les ponen toda clase de trampas…”. De pronto dijo a Armanda que podía llevarse la bandeja. El jardín tenía un color verde brillante. Cada hoja formaba parte del gran ejército que las lluvias de otoño harían morir. Se miró las uñas: abombadas. La sacarían de aquella casa en un ataúd de la mejor madera. Se pudriría dentro como las hojas. Le dieron ganas de llorar. Armanda, con la bandeja en las manos seguía allí. Y con una voz ahogada, casi de niña, peguntó: “Dígame la verdad, Armanda, usted que me conoce desde hace años: ¿soy mala?” [Teresa Goday de Valladura]. Mercè Rodoreda “Una mañana”, Espejo roto (1986) Seix Barral, pp. 277-278. Traducción del catalán por Pere Gimgferrer. 14. Dolores Medio (1911-1996) (…) “Cuando Irene Gal se encuentra ante un grupo de cincuenta y seis muchachos y muchachas de todas las edades, que la miran con curiosidad, siente deseos de llorar. Para tranquilizarse le bastaría observar que, de los cincuenta y seis muchachos que la miran -a los que ella atribuye curiosidad e impaciencia como recordando sus tiempos de estudiante y midiéndoles por su rasero- solo tres o cuatro esperan que les diga algo, que les trace un plan de trabajo, en fin, que les ordene ponerse a la tarea. Los demás la miran con mirada estúpida e inconsciente, solo porque es la maestra, porque está aquí sobre la plataforma, porque las clases han empezado y los padres les han obligado a asistir a ellas, porque el Alcalde ha puesto un bando en el Ayuntamiento hablando de multas y de sanciones a los padres que olviden esta obligación… Bien, por esto y solo por esto están en la escuela, por esto la miran. En cuanto a ella… Irene Gal mira desconcertada a los muchachos. Sí, ella es la maestra. Ya lo sabe. Ella va a dirigir en adelante su educación. Pero el caso es que ese adelante empieza en este momento. El momento ha llegado e Irene Gal no sabe cómo empezar. Muchas veces en la época de sus estudios y más tarde, cuando se preparaba para ejercer su profesión, había pensado en este momento. En el gran momento esperado con ilusión. Había preparado planes, hecho proyectos… Todo, naturalmente, un poco en el aire, sin saber dónde ni cuándo iban a realizarse. Sin conocer el material que iba a confiársele. Pero todo llega y ahora, al enfrentarse con la realidad, como si la tomara por sorpresa, sus fuerzas se paralizan, sus energías desaparecen, se le olvidan sus proyectos, no se le ocurre ni lo más elemental. (-Como si…eso, como si una mano con una esponja húmeda hubiera borrado de una pizarra todo lo escrito sobre ella.) La comparación es exacta. También siente la sensación angustiosa de quien se ha pasado meses, quizá años, hinchando un globo y este se le deshinchara de repente. Irene Gal está desinflada, impotente para la acción ahora que necesita toda su energía para empezar su tarea. Piensa sólo en Máximo Sáenz, en la intimidad que la convivencia durante el verano estableció entre ellos. Recuerda su despedida en la Estación del Norte cuando él le dijo: “No estaremos mucho tiempo separados, Irene. Irás a Madrid. Prepara tu ingreso en la facultad. Conseguiré para ti una beca. En el peor de los casos, nadie puede negarte una sustitución para ampliar estudios. Pronto nos reuniremos.” Y después, ya en el tren, al abrazarla: “No sabría prescindir de mi Tortuguita.” Irene Gal siente deseos de llorar al recordar la escena. Ella, fuerte, acostumbrada desde niña a resolver sola sus problemas se había confiado a Máximo Sáenz, se había entregado por completo a él, había hecho de su amor, de su amistad, una almohada sobre la que podía dormir tranquila. La realidad la despertó al entregarle su título de maestra de La Estrada, obligándola a ocupar su puesto. No se puede trabajar años y años para echarlo todo a rodar por una impaciencia.” (…) Dolores Medio, Diario de una maestra, Destino, 1961, (comienzo). 15. Julia de Burgos (1914-1953) Nada Como la vida es nada en tu filosofía, brindemos por el cierto no ser de nuestros cuerpos. Brindemos por la nada de tus sensuales labios que son ceros sensuales en tus azules besos; como todo lo azul, quimérica mentira de los blancos océanos y de los blancos cielos. Brindemos por la nada del material reclamo que se hunde y se levanta en tu carnal deseo; como todo lo carne, relámpago, chispazo, en la verdad mentira sin fin del Universo. brindemos por la nada, bien nada de tu alma, que corre su mentira en un potro sin freno; como todo lo nada, bien nada, ni siquiera se asoma de repente en un breve destello. Brindemos por nosotros, por ellos, por ningunos; por esta siempre nada de nuestros nunca cuerpos; por todos, por lo menos; por tantos y tan nada; por esas sombras huecas de vivos que son muertos. Si del no ser venimos y hacia el no ser marchamos, nada entre nada y nada, cero entre cero y cero, y si entre nada y nada no puede existir nada, brindemos por el bello no ser de nuestros cuerpos. Julia de Burgos, Nada, en Poema en veinte surcos (San Juan, 1938). Reeditado en Yo misma fui mi ruta, ed. de María M. Solá, Huracán, 1986, p. 72. 16. Elena Soriano (1917-1996) (…) “En este país ante un posible valor femenino de la ciencia, las artes, las letras, la política, casi nunca se observa una predisposición favorable: la apertura franca, la confianza plena y en modo alguno el reconocimiento fervoroso, cuando todo ello se considera tan normal ante valores masculinos más o menos legítimos y demostrables. Indudablemente, hay una resistencia psicológica de la mentalidad colectiva a toda autoridad femenina, por un atavismo de viejísimas raíces que condiciona los juicios estimativos sobre la personalidad de toda mujer que destaca, provocando una desdichada lamentación: ¡Si fuera un hombre! En efecto, si muchas mujeres fueran hombres serían incorporadas de otro modo a la historia por los hombres que la escriben. En suma, las mujeres no hemos conquistado todavía el crédito intelectual pero… si hubiéramos tenido el apoyo sincero y efectivo que ha merecido la vocación cuando es masculina no seríamos las extranjeras que todavía somos al conocimiento. De algún modo, llegará el día en que la mente del hombre se abra al pensamiento de la mujer y entonces la patria será más amplia. (…) Elena Soriano, “La conquista más difícil”, Femirama, Buenos Aires, 1976; incluido en Literatura y vida, Anthropos, 1993, vol. II, p. 250. 17. Gloria Fuertes (1917-1996) En el tute de esta vida “En el tute de esta vida yo ya canté “los cuarenta” y hasta canté “los sesenta” -que me canten los cantantes por su cuenta. En el juego de la vida yo me aposté ser poeta -que me canten los cantantes por su cuenta. En el juego del amor yo perdí hasta la chaqueta -que me canten los cantantes por su cuenta. Yo estoy con el pueblo llano que su sudor pone en venta -que le canten los cantantes por su cuenta. Los cantantes, que cambien el ritmo que cambien la letra, que recordar no es volver a vivir que recordar es volver a morir. Que cambie el cantante que cambie la orquesta. Que canten al beso que canten la risa que cambien la letra”. Gloria Fuertes, Mujer de verso en pecho (1995), p.132 18. Elena Garro (1920-1998) (…) “Mi hija se fue y yo me quedé esperando su vuelta sentada en el patio de mi casa. En la espera me puse a mirar cómo el patio estaba roto y lleno de polvo. Ser pobre, señor, es irse quebrando como cualquier ladrillo muy pisado. Así somos los pobres, ni quien nos mire y todos nos pasan por encima. Ya usted mismo lo vio, señor, cuando mataron a mi hijito el mayor para quitarnos las tierras. ¿Qué pasó? Que el asesino Legorreta se hizo un palacio sobre mi terreno y ahora tiene sus reclinatorios de seda blanca en la iglesia del pueblo y los domingos cuando vienen desde México la llena con sus pistoleros y sus familiares, y nosotros los descalzos mejor no entramos para no ver tanto desacato. Y de sufrir tanta injusticia, se nos juntan los años y nos barren el gusto y la alegría y se queda uno como un montón de tierra antes de que la tierra nos cobije. En esos pensamientos andaba yo, sentada en el patio de mi casa, ese siete de mayo. “mírate, Camila, bien fregada! Mira a tus hijos. ¿Qué van a durar? ¡Nada! Antes de que lo sepan estarán aquí sentados, si es que no están muertos como mi difuntito asesinado,, con la cabeza ardida por la pobreza, y los años colgándoles como piedras, contando los días en que no pasaron hambre”… Y me fui, señor, a caminar mi vida. Y vi que todos los caminos estaban llenos con las huellas de mis pies. ¡Cuánto se camina! ¡Cuánto se rodea! Y todo para nada o para encontrar una mañana a su hijito tirado en la milpa con la cabeza rota por los máuseres y la sangre saliéndole por la boca. No lloré, señor. Si el pobre empezara a llorar, sus lágrimas ahogarían al mundo, porque motivo para llanto son todos los días. Ya me dará Dios lugar para llorar, me estaba yo diciendo, cuando me vi que estaba en el corredor de mi casa esperando la vuelta de mi hijita Severina. La lumbre estaba apagada y los perros estaban ladrando como ladran en la noche, cuando las piedras cambian de lugar. Recordé que mis hijos se habían ido con su papá a la peregrinación del Día de la Cruz en Guerrero y Severina había ido a “El Capricho”. ¿Dónde fue mi hija que no ha vuelto? Miré el cielo y vi cómo las estrellas iban a la carrera. Bajé los ojos y me hallé con los de Severina, que me miraban tristes desde un pilar. -Aquí tiene su refresco –me dijo con una voz en la que acababan de sembrar la desdicha. Me alcanzó la botella de refresco y fue entonces cuando vi que su mano estaba hinchada y que el anillo no lo llevaba. -¿Dónde está tu anillo, hija? -Acuéstese, mamá. Se tendió en su camita con los ojos abiertos. Yo me tendí junto a ella. La noche pasó larga y mi hijita no volvió a usar la palabra en muchos días.” (…) Elena Garro, “El anillo”, en La culpa es de los tlaxcaltecas, Grijalbo, 1987. 19. Rosario Castellanos (1925-1974) (…) “Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa (…) ¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta, sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío. Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige, los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que sufre alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses en las camisas, en los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de todos los convalecientes. ¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador “que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue”, dice la receta. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro. Y yo, yo soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y a ti te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náuseas. (…) Rosario Castellanos, “Lección de cocina” en Álbum de familia, Joaquín Mortiz, 1971. 20. Carmen Martín Gaite (1925-2000) (…) “Casi todas las tardes, a la caída del sol, la señora de la Quinta Blanca salía a dar un paseo hasta el faro. Nunca la acompañaba nadie. Caminaba erguida, con paso lento y armonioso, como abstraída en sus cavilaciones, y solamente al cruzar por la pequeña aldea que queda a mitad de camino entre la Quinta y el faro, apartaba de vez en cuando los ojos de aquel punto remoto de las nubes donde parecían tener su norte, para dirigirlos brevemente hacia alguna de las personas que clavaban en ella la mirada y para responder a su saludo con una sonrisa fugaz y distante. Aquellas apariciones, aun sin llegar a perder nunca cierto cariz ritual y extraordinario, también vinieron a inscribirse poco a poco en el ámbito de esos fenómenos meteorológicos o ceremonias que van pautando el fluir de la vida en cualquier comunidad rural, desde el alba al ocaso, y suministran el hilo con que se van tejiendo las pláticas cotidianas. Así, cuando no pasaba la señora, los vecinos de la aldea se quedaban un poco en blanco. Su ausencia siempre la detectaba alguien y proyectaba como una sombra inquietante sobre el final de las tareas agrícolas, las cenas frugales, el regreso de las bestias al establo y la animación de la taberna emplazada junto al primer repecho de la cuesta que lleva al faro abandonado. Esta taberna era al mismo tiempo tienda de embutidos, herramientas, loza, velas y tabaco, así que detrás del mostrador de madera donde se despachaban estos artículos también se preparaba el café, se partía el queso y se servían las bebidas que consumían los clientes habituales, numerosos al anochecer. Algunos preferían quedarse de pie bebiendo junto al mostrador, a ratos silenciosos y a ratos conversando entre sí, con la tabernera o con las mujeres que entraban a comprar o bien a buscar al marido para que volviera a casa. (…) Carmen Martín Gaite, La reina de las nieves (1994), (comienzo). 21. Begoña Caamaño (1964-2014) “Trabalhava com persistencia desfazendo um dos nós feito no tear na última jornada. Ela tinha pressa. O malva que tingia o céu anunciava a alborada e o início de um novo dia de mentiras e fugas. Absorvida pelo trabalho de destruiçao do tecido criado, paradoxalmente -pensou- no trabalho de criaçao da sua liberdade, percebeu apenas as vozes que chegavam da Praia e que tinham uma intensidade diferente. Serao os primeiros barcos de pescadores que regressam a terra, pensou consigo mesma, o mar debe ter sido propício nesta madrugada e as suas familias os recebem com alegría. O agito foi crescendo e se aproximando dos muros da casa. Ainda que a pesca tivesse sido muito boa, o agito era excessivo. Tao excessivo como tambem incomprensível era essa proximidades da morada regia. Só um fato excepcional podía justificar aquele estranho comportamento. Ulisses! -pensou de repente a rainha- e o pensamento lhe apertou o coraçao. Deixou o trabalho e se aproximou à janela do quarto que estaba voltada para o mar. Eram os pescadores, os que avançavam na frente do que já parecía ter se convertido em uma procissao. Mas junto a eles marchavam também os agricultores e os pastores que forma se somando a espontanea manifestacao, arrastados, sem dúvida, pela alegría contagiante de quem se sentía portador das boas noticias tao longamente aguardadas na ilha. Ulisses, o nome de novo bateu com força na sua cabeça enquanto examinava as águas azuis do Jonico na procura de algum indicio que pudesse corroborar o retorno do senhor de Ítaca. -Senhora – a voz emocionada de Euriclea a fez voltar de sua abstraçao. A fiel escrava de Laertes, a babá de Ulisses e agora também do seu filho Telemaco, tinha entrado no quarto sufocada pela emoçao.-. Senhora -repetiu-, os pescadores afirmam ser portadores de estranhas novidades que tao somente a senhora competem e que tao somente a senhora transmitirao. A mina sehora Anticleia lhe roga que desça depressa para os receber e para podermos finalmente saber se o que tem a lhe dizer e aquilo que desejamos ouvir. Penélope fez um leve assentimento a serva. Os seus olhos percorreram vagarosamente o quarto em que tantas horas tinha passado voluntariamente recusa desde a partida do senhor das terras. (…) Begoña Caamaño, Circe ou o prazer do azul (2009) 21.B Begoña Caamaño (1964-2014) “Se afanaba en deshacer uno de los nudos trenzados en el telar durante la última jornada. Tenía prisa. El malva que teñía el cielo anunciaba el albor y el inicio de un nuevo día de mentiras y de huidas. Absorta en la labor de destrucción de lo creado, paradójicamente –pensó– en la labor de creación de su libertad, apenas advirtió las voces que llegaban desde la playa y que tenían una intensidad desacostumbrada. Serán los primeros barcos de pescadores que regresan a tierra, dijo para sí, el mar ha debido serles propicio esta madrugada y sus familias los reciben con alegría. El bullicio fue creciendo y acercándose hasta los muros de la casa. Por muy buena que fuese la pesca, el alboroto era excesivo. Tan excesivo como incomprensible era también su proximidad a la morada regia. Sólo un suceso excepcional podía justificar aquel extraño comportamiento. ¡Ulises! – pensó de repente la reina – y el pensamiento se le aferró al corazón. Dejó el trabajo y se aproximó a la ventana de la estancia que miraba al mar. Eran, sí, los pescadores, los que avanzaban a la cabeza de lo que ya parecía haberse convertido en una marcha procesional. Pero con ellos marchaban también los campesinos y los pastores que se habían ido sumando a la espontánea manifestación, arrastrados, sin duda, por la alegría contagiosa de quien se sentía portador de las buenas noticias tan largamente aguardadas en la isla. Ulises, el nombre volvió a golpear con fuerza en su cabeza mientras escudriñaba las azules aguas del Jónico en busca de algún indicio que pudiese corroborar el retorno del señor de Ítaca. –Señora – la voz emocionada de Euriclea la hizo volverse. La fiel esclava de Laertes, la nodriza de Ulises y ahora también de su hijo Telémaco, había entrado en el cuarto sofocada por la emoción– , Señora –repitió– , los pescadores afirman ser portadores de extrañas noticias que tan solo os competen a vos y que tan solo a vos transmitirán. Mi señora Anticlea os ruega que bajéis a recibirlos y poder saber nosotras al fin si lo que tiene que deciros es aquello que ansiamos oír. Penélope hizo un leve asentimiento a la sierva. Sus ojos recorrieron tranquilamente la estancia en que tantas horas había pasado voluntariamente recluida desde la partida del amo de las tierras.” (…) Begoña Caamaño. Circe o el placer del azul (2009). Traducción Xosé Antonio López Silva (2013)
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Hoy saludo desde aquí a Amalia Montiel Montiel, la bibliotecaria que más años me ha dedicado y cuidado. Gracias Amalia.
Abarán: Imágenes y recuerdo I y II y de fondo el busto de D. José Vargas Gómez.
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